Por Mariana Romero-Nadie lo esperaba pero, de repente, estalló un balazo. Luego otro y otro más. En total, seis fogonazos iluminaron la madrugada en el parque 9 de Julio y pusieron fin a la vida del policía Sergio Páez González mientras su compañero, Cristian Peralta, quedaba herido de muerte a los pocos metros, con medio cuerpo en la vereda y las piernas sobre la calle. Lo que ocurrió después pasó en el lapso de un minuto; pero a Sandra, la única testigo del hecho, le parecieron horas. Y de esos 60 segundos infernales se trata este relato.
Por supuesto, Sandra no es el verdadero nombre de la joven trans que la madrugada del martes 13 de febrero presenció la masacre de los dos policías tucumanos. Su verdadera identidad se mantiene en reserva porque está aterrada, es la única testigo de un crimen que lanzó a la Policía de la Provincia a una cacería enfurecida y conmovió a la sociedad. Sabe que ella es la pieza clave para resolver el caso y siente que, si la Justicia no encuentra al asesino, él la encontrará a ella. Es una carrera contra el tiempo, que comenzó en el momento mismo en que empezaron los disparos.
El homicida era su cliente. Acababa de levantarla cerca de la Casa Obispo Colombres, en el interior del gran pulmón verde de la capital tucumana, que por las noches se puebla de muchachas a la espera de consumidores de sexo pago. Se detuvieron frente al museo y ella comenzó a practicarle sexo oral. Minutos después, se acercaron los dos policías. El hombre empuñó su arma y los fulminó de seis balazos, sin ninguna explicación. Cómo era el asesino, de qué manera se conducía, en qué estado estaba y cómo comenzó la balacera son detalles que Sandra ya aportó a la Justicia y sirvieron de valiosa información para cercar a un sospechoso y secuestrar la camioneta que, se cree, es la que utilizó esa noche. Pero no serán publicados hasta tanto la investigación no avance.
El tiempo se detuvo en la cabeza de Sandra cuando comenzaron los disparos. Ella recuerda que alcanzó a tirarse de la camioneta y, en cuestión de segundos, la atronadora ráfaga se apagó. El criminal se subió al vehículo, esquivó a sus víctimas y al móvil policial y se fue del lugar. Ahí comenzó el siglo que Sandra recuerda de manera vívida y tormentosa, pero que, según los registros policiales, sólo duró un minuto.
– ¿Qué pasó entonces?
– Me levanto y me acerco al primer chico, le salía mucha sangre. Estaba muy oscuro, pero me di cuenta en el momento que ya estaba muerto. Al ver que no podía hacer nada, corro hasta el otro chico que yo escuchaba que se quejaba de dolor. No me acuerdo si decía “ayudame” o “ayuda”. Corro hasta él y me agacho. Lo primero que me dijo fue “mi compañero, mi compañero”. “Tu compañero está bien”, le digo. Yo porque no quería preocuparlo, aunque yo ya sabía que el otro chico estaba sin vida. Peralta me dice “llamá al 911”, entonces yo le digo que no tengo teléfono y él me dice que llame de la radio. Voy hacia el móvil y buscaba la radio, no la encontraba a la radio. Él se seguía quejando y escucho que me dice “tengo dos bebés”. Dentro de sus dolores, todavía hablaba bien.
– ¿Viste dónde había sido herido?
– Le salía sangre de la parte superior del cuerpo, de la parte que estaba sobre la vereda, pero yo no distinguía dónde estaba la herida. Ahí encuentro un teléfono, no podía distinguir los números porque soy medio chicata y tampoco sé usar mucho celular. Pero yo sabía que, sí o sí, los celulares tienen para hacer llamadas de emergencia. Marco y ahí caen los chicos del cuatriciclo, los dos policías que se llegaron porque, creo, escucharon los disparos y me escucharon a mí que gritaba “¡policía, policía!”
– ¿Qué te dijeron?
– No recuerdo, pero sí que yo me enojé y les dije “fíjate, tus compañeros están heridos”. Como ya estaban ellos, dejo el celular y vuelvo a Peralta, que estaba en el piso. Me arrodillo. Le tocaba la cabeza y le decía ‘calmate’. Él me volvió a preguntar por el compañero y yo dije ‘tranquilo’ y le volví a mentir que estaba bien, que estaba sentado. Le tocaba la cabeza. En un momento le dije que confíe en Jesús. Me dijo “ya no tienen códigos, no hay códigos” y volvió a preguntar por el compañero. Ahí me dijo “¿Por qué me hacen esto? Tengo dos bebés”.
Sandra no volvió a escuchar a Peralta. Iban llegando cada vez más policías que, al igual que ella, parecían estar en shock. O quizás- piensa ella- no sabían de dónde levantarlo para subirlo a la camioneta porque no se podía ver dónde estaba su herida. Otra vez, reconoce que quizás el tiempo se le representó eterno. “Estaban todos como ‘shokeados’, como que no caían todavía. Yo llevo años en la calle y nunca vi algo así. Presencié accidentes, viví mucha violencia, pero nunca algo como esto, que acribillen así a dos policías. Yo también estaba shokeada”, admite.
A Peralta lo subieron a la camioneta junto a Sergio Páez, su compañero muerto, recuerda. Sandra ya lo veía muy desmejorado y nunca supo si él llegó a enterarse de que su amigo agonizaba a su lado y murió rumbo al hospital. Ella cree, o espera, que Peralta no se haya dado cuenta que lo que le dijo -que Páez estaba bien y sentado- era una mentira. Cuando vio que el vehículo se iba, se preguntó, en un segundo, si hubiera podido hacer algo más si hubiera sabido primeros auxilios. Ese fue el primer momento en que lloró. Peralta murió horas más tarde, en el hospital Padilla
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Es un lugar común decir que la vida de las personas trans no es fácil, menos aun cuando se es pobre. Terminar la escuela en un ambiente hostil y con el estómago vacío, caminar por el barrio con tacones de mujer, conseguir un trabajo en el comercio o en una casa de familia parece casi una utopía para gente que no responde al estereotipo masculino que la sociedad les asignó. ¿Cuántas de las personas que están leyendo este texto contrataron –o contratarían- a una persona trans para que limpie su casa y haga la comida para sus hijos? ¿Para que atienda su negocio? Hubo una época, en una Tucumán no muy lejana, en la que a las travestis las detenían en la peatonal o a la salida de un súper. “Averiguación de antecedentes”, decían.
Por supuesto, a Sandra le pasó, como les pasó a sus compañeras de casa y a sus colegas del Parque 9 de Julio. Hasta hace seis o siete años –y en este punto todos los relatos son coincidentes- las personas trans en situación de prostitución eran detenidas con frecuencia. Cada tantos meses, si se atrasaban en la “comisión” que, aseguran, durante años cobraron algunos policías. O con mayor frecuencia si los otros detenidos pagaban a los guardias para que lleven a una de ellas para satisfacerlos sexualmente. Eran encerradas junto a los hombres, que se turnaban para abusarlas. Cuentan que la libertad se pagaba “con plata o con sexo”.
Algo cambió en estos años -coinciden Sandra y otras amigas- en la relación con la Policía. Si bien no es del todo fluida, reconocen que ya no están obligadas a pagar mensualmente y las detenciones son cada vez menos frecuentes. Dicen que ahora se ve personal femenino rondando el Parque 9 de Julio y que, cuando un cliente las golpea, sí se sienten con la confianza de pedir auxilio a la Policía (“antes, por ahí en vez de ayudarte te detenían por puto’”, resumen). Igualmente, aseguran que la cuestión de las coimas de los policías a los clientes sigue siendo un problema.
No es el único. Estar paradas esperando clientes significa exponerse a insultos de personas que pasan en motos o en autos y les gritan, les tiran botellas o basura, sólo por diversión. Los mismos consumidores de sexo, a veces, se ponen violentos y las golpean o, incluso, llegan a herirlas con armas blancas. Cuando uno habla con ellas, no puede evitar mirarles las cicatrices del cuerpo. Los asaltos, las deudas por droga y la disputa territorial de las explotadoras terminan de configurar un cuadro peligroso. Extremadamente peligroso.
Sandra dice que el parque 9 de Julio es como el Coliseo Romano, donde los gladiadores salían a la arena a matar o morir. Porque ella sospecha que, algún día, allí terminará su vida. Tarde o temprano. Todavía recuerda, como recuerdan sus amigas, la imagen de Ayelén, una compañera trans asesinada en ese lugar el año pasado, desnuda y con un puñado de tierra en la boca.
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– ¿Pensaste en escaparte después de que se llevaron a los policías en la camioneta?
– No, no, nunca. Me pusieron un móvil y me llevaron a la comisaría 11 para que deje mis datos. Ahí no me preguntaron mucho de lo que había pasado, dejé mi nombre, mi dirección y me dijeron “bueno, volvé al parque que debés estar perdiendo clientes”. Yo salí sola y me tomé un taxi. Cuando me iba yendo para el centro dije “no”, y lo hice al taxista que vuelva al lugar. Se sorprendieron los policías de verme de nuevo. Me fui con los oficiales hasta la base (Homicidios), estuve hasta las 4 de la tarde con ellos. Ahí volví a mi casa.
– ¿Por qué volviste al parque si te habían dicho que estabas desocupada?
– No sé, para ver si podía colaborar con algo más, porque yo había visto todo.
– A vos, años atrás, te detuvieron, te coimearon, abusaron de vos. ¿Recordaste todo eso esa noche, durante la balacera? ¿Los viste como policías?
– Eran seres humanos. Ellos eran dos chicos. Por eso mi instinto fue auxiliarlos y después dar todos los datos de lo que había pasado.
– ¿Cuándo tomaste conciencia de lo que había pasado?
– Volví a mi casa y les conté a las chicas. No lo podían creer.
– ¿Te bajó la adrenalina?
– No, pensé “en qué quilombo me metí”, por el hecho de ser testigo.
– ¿Pensaste en algún momento “yo me rajo, me voy a otra provincia, en esta no me meto”?
– No. No.
– ¿Te fuiste a dormir?
– Sí, me acosté a dormir pero no pude en toda la noche.
– ¿Por qué?
– Y, porque tenía miedo que alguien entre y me mate por ser testigo.
Tras esa noche de insomnio, Sandra comenzó a tener custodia. Pero la situación es cada vez más complicada, porque no volvió al parque y, por lo tanto, no está haciendo dinero. Sus amigas sí volvieron y dicen que el clima está tenso. “Pasan muchos policías en autos particulares y nos miran feo. No entiendo por qué, si gracias a una colega nuestra ellos tienen todos los datos de todo lo que ha pasado”, cuenta su compañera de casa. “A mí, si me pasa lo que le ha pasado a ella, yo no hablo. Me muero de miedo. Yo me voy ahí nomás, al toque. Por eso yo la admiro y, sábelo, la admiro desde hace muchos años”, cuenta.
A Sandra la asiste una psicóloga, sus amigas la sostienen, los vecinos la felicitan, los amigos la quieren ver para ayudarla. Y su familia, dice, sobre todo su familia la mantiene en pie. Pero no deja de pensar en el asesino suelto y le vienen a la mente todo el tiempo los recuerdos de esa noche. Especialmente, dice, de lo que habló con Peralta.
El día en que velaron a los dos policías, Sandra le pidió a un conocido que le diera el pésame a la esposa de Peralta.
– ¿Te gustaría conocerla?
– Sí, me gustaría conocerla a ella y a los dos bebés de los que él hablaba.
– ¿Qué te gustaría decirle?
– Quisiera que sepan que, en los últimos momentos en que él estuvo consciente, él pensó en ellos.