En el tradicional Tedeum del 25 de Mayo contó la presencia del gobernador José Alperovich, el vicegobernador Juan Manzur y otras autoridades provinciales, el arzobispo de Tucumán, Monseñor Alfredo Zecca, convocó a todos los tucumanos a decidir “con lucidez y valentía” en las próximas elecciones.
A continuación, el texto completo de la homilía del Arzobispo de Tucumán:
Es para mí motivo de gran alegría estar hoy aquí con todos ustedes para dar gracias a Dios por un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo, un paso significativo en el largo itinerario -no exento de tensiones, avances y retrocesos- hacia la definitiva independencia que, finalmente, nuestra joven Nación declaró, en aquel memorable 9 de julio de 1816, en Congreso reunido en esta histórica ciudad de San Miguel de Tucumán.
Saludo al Señor Gobernador de la Provincia, al Señor Vicegobernador, a la Señora Senadora Nacional, al Señor Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Provincia, al Señor Intendente de la ciudad de San Miguel de Tucumán y demás autoridades presentes de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, autoridades eclesiásticas, autoridades civiles, militares, policiales y al querido pueblo tucumano.
La Iglesia Catedral que nos cobija nos recuerda que la fe en Dios ha animado la vida y la cultura del pueblo argentino y de los hermanos pueblos latinoamericanos durante más de cinco siglos. Del encuentro con las etnias originarias ha nacido la rica cultura cristiana de este continente expresada en el arte, la música, la literatura y, sobre todo, en las tradiciones religiosas y en la idiosincrasia de sus gentes, unidas por una misma historia y un mismo credo, y formando una gran sintonía en la diversidad de culturas y de lenguas.
Estas palabras, expresadas en el discurso inaugural de la V Conferencia del Episcopado latinoamericano, en el santuario de Aparecida, Brasil, por el venerado Benedicto XVI, nos remiten al origen más remoto de nuestra Nación que no puede comprenderse separada de la Gran Patria latinoamericana. Las mismas, en efecto, ponen de manifiesto que el anuncio de Jesús y de su Evangelio no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña. Las auténticas culturas – continuaba el Papa – no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en un determinado punto de la historia, sino que están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas, esperan alcanzar la universalidad en el encuentro y el diálogo con otras formas de vida y con los elementos que puedan llevar a una nueva síntesis en la que se respete siempre la diversidad de las expresiones y de su realización cultural concreta. Por ello mismo, la utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino un retroceso. En realidad sería una involución hacia un momento histórico anclado en el pasado (cf. Benedicto XVI. Discurso en Aparecida. 13 de mayo de 2007).
Allí están nuestras raíces. Ese es nuestro rostro original. La dinámica de la historia nos ha llevado – fieles a nuestra primitiva identidad – a ser un pueblo acogedor, integrador. En nuestra historia patria, con el devenir de los años, se ha consolidado una amistad social sobre la base de la recepción e integración de diversas religiones y pueblos que aseguró siempre una convivencia pacífica en esta Nación libre y soberana que se presentaba ante el mundo como un horizonte de esperanza. La fe cristiana acompañó también, desde el inicio, el camino de nuestro pueblo argentino hacia la definitiva independencia y, en la actualidad, esa misma fe ha de afrontar serios retos, pues está en juego el desarrollo armónico de la sociedad y la identidad católica de su pueblo que en nada niega la importancia del ecumenismo y del diálogo interreligioso que, gracias a Dios, venimos desarrollando en un clima de gran confianza y respeto por nuestras diferencias y encaminado siempre a la búsqueda de la paz.
Es sobre la base de esta verdad histórica que quiero compartir con ustedes, queridos hermanos, algunas reflexiones.
La tentación de afirmar – como expresaba Jorge Manrique – que “cualquiera tiempo pasado fue mejor” está siempre presente. Sin embargo, los pueblos han de mirar tanto al pasado como al porvenir sin absolutizar el tiempo sino, por el contrario, descubriendo que el mismo es, siempre y necesariamente, un proceso, una dinámica, con una dirección definida, pero que depende, también, del pasado vivido y de la asunción decidida y veraz del presente que se está viviendo. Hay, en efecto, tiempos fundacionales, heroicos, de grandes y decisivos cambios y otros, en cambio, más corrientes y, en apariencia, menos importantes. Sin embargo son justamente estos tiempos los más aptos para “poner cimientos” que garanticen un futuro mejor y más promisorio. Ciertamente estos tiempos suelen ser los más arduos de vivir y requieren perseverancia, fortaleza, y un discernimiento y una sabiduría susceptibles de expresarse en decisiones firmes. La heroicidad de estos tiempos no es visible, pero allí está, siempre presente.
Tal vez nuestra Patria esté atravesando uno de estos tiempos. En todo caso, la mirada al cuadro cultural e institucional de la Argentina así lo sugiere. Estamos en el fin de un gobierno y en el cierre de un ciclo y no en los momentos fundacionales de la épica y el heroísmo visibles y unánimemente reconocidos y exaltados. Por el contrario, los argentinos debemos detenernos a reflexionar a fin de decidir, con lucidez, valentía, generosidad en la renuncia a ambiciones personales, a través de un diálogo sincero y veraz, el rumbo que queremos que tome nuestra Nación a partir de las elecciones provinciales y nacionales que se avecinan. La celebración del Bicentenario y, más aún, el inicio del tercer centenario así lo exigen. Es nuestra obligación hacer de esta Nación Argentina la tierra de promisión que supo ser y que, lamentablemente, ya no es.
Ernesto Renán, un autor no creyente pero muy lúcido, escribe que “una Nación es un alma, un principio espiritual – y agregaba -, dos cosas que no forman sino una, a decir verdad, constituyen esta alma o principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente. Una es la posesión común de un rico legado de recuerdos. La otra, es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa (…): haber hecho grandes cosas juntos y querer seguir haciéndolas todavía, he ahí las condiciones esenciales para ser un pueblo. Se ama en proporción a los sacrificios que se han consentido y a los males que se han sufrido. En una palabra, se ama la casa que se ha construido y que se transmite” (cf. E.Renán “¿qué es una Nación?”).
Otro autor, que vivió también unos años en Argentina, José Ortega y Gasset, afirma, en la misma línea, que la empresa de construir una Nación “consiste, a la postre, en organizar un cierto tipo de vida común” y que no es “la comunidad anterior, pretérita, tradicional o inmemorial – en suma fatal o irreformable – la que proporciona títulos legítimos para la convivencia política sino la comunidad futura en el efectivo hacer. No lo que fuimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos” y, en otra obra, reafirmaba esta misma idea escribiendo que “las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana”.
Las palabras de estos dos intelectuales deberían hacernos reflexionar. Los argentinos tenemos, ciertamente, la posesión de un rico legado de recuerdos y hemos sabido hacer – al decir de Renán – “grandes cosas juntos”. Basta mirar la entera historia de nuestro país con una lectura honesta, completa y despojada de toda ideología que siempre tiende a parcializar y, en la misma medida, a negar la realidad que, a la postre, es la única verdad, para descubrir que nuestra Patria ha sido rica en cultura, en logros, en recursos, en intelectuales, educadores, artistas, científicos, políticos y también, por qué no afirmarlo, santos. Sin ir más lejos tenemos la egregia figura del Cura Brochero que ha sabido unir en una formidable síntesis, la evangelización y la promoción humana de sus fieles siendo él mismo, para sus fieles, un modelo de santidad.
El país, que comenzó a forjarse el 25 de mayo de 1810 y que declaró su definitiva independencia en esta histórica ciudad de San Miguel de Tucumán el 9 de julio de 1816, tenía y supo asumir una misión de cara a la historia y al plan de Dios en quien los Padres de la Patria creían firmemente.
Hoy contemplamos con tristeza que algunos, por motivos ideológicos y negando la verdad histórica de nuestro pasado, quieren desconocer la importancia fundamental de la gesta patriótica del 9 de julio de 1816 cuando los congresales reunidos aquí, en Tucumán, entre los cuales se encontraban 21 sacerdotes, juraron la independencia.
Muy distinta fue la actitud de un distinguido patriota que merece ser mencionado: el Presbítero Pedro Ignacio Castro Barros. Este ilustre riojano predica la Oración Patriótica, en 1815, con motivo del quinto aniversario de la Revolución de Mayo. En ella había dicho: “El venturoso día 25 de mayo del año 10 despertó de su letargo el vasto continente de la América del Sud, para que rompiese sus inveteradas cadenas, recuperase sus antiguos derechos y ocupase un distinguido rango entre las naciones libres del mundo”. Si se comparan estas palabras – que fueron impresas por orden del ayuntamiento – con el Acta de la independencia se percibe inmediatamente que hay una plena coincidencia entre ambos textos. Los congresales eligen, ese 9 de julio de 1816, a Castro Barros para predicar en la ceremonia de acción de gracias, motivo por el cual se lo suele llamar “el predicador de la Independencia” como a Fray Mamerto Esquiú “el predicador de la Constitución” (cf J.A.Ortiz “¿Quién fue Castro Barros”).
Puestas nuestras bases fundacionales por los Padres de la Patria y promulgada, luego, la Constitución en 1853, podemos afirmar que – más allá de las dificultades y enfrentamientos que debimos superar – las primeras décadas independientes, en su conjunto, pusieron sólidos cimientos para una fecunda y plena vida en común. Hemos vivido mucho tiempo de esas bases que han dado lugar a un sólido desarrollo hasta hacer, de Argentina, una tierra de promisión en la que la inmigración, venida desde los más diversos pueblos, religiones y culturas, se fue integrando paulatinamente hasta formar una sociedad democrática y pluralista. No nos ha ido ciertamente nada mal.
Pero ya va siendo hora de refrescar y remozar; de recoger creativa y verazmente nuestro pasado y, sobre todo, de encontrarnos los ciudadanos para acordar un programa para los próximos tiempos. Un programa que deje definitivamente de lado los recelos, los enfrentamientos y peleas, los odios que carecen de fundamento y sentido y las ideologías que nos dividen y dañan la Patria. Un programa en el que todos, finalmente, nos reconozcamos hermanos y compañeros de camino. Resulta indispensable recuperar los valores que hicieron grande nuestra tierra; la verdad, el diálogo, el bien común, el respeto mutuo, la justicia, la solidaridad. Para ello hemos de encontrar el modo de reconciliarnos, corregirnos y valorarnos. En suma, un programa en el cual brillen la inteligencia, la generosidad y la entrega, donde lo material esté al servicio de todos y donde el cultivo de lo espiritual deje de ser bien reservado a pocos. Hemos de trabajar por recuperar la dignidad de la persona humana respetando todos sus derechos – ante todo el derecho a la vida – que sigue siendo sistemáticamente vulnerado, el derecho a una familia constituida conforme al derecho natural y no al capricho de un conjunto de legisladores que impongan modelos inaceptables, el derecho a la educación, a la salud, a un trabajo digno y bien remunerado.
No es éste el lugar ni el momento para reclamos. El Episcopado argentino ha hecho públicos los mismos en diversas oportunidades, con respeto y ánimo de comunión, pero con claridad. Hago míos, personalmente, todos esos pronunciamientos. Es indispensable que, dejando de lado intereses mezquinos, todos los ciudadanos, pero especialmente los dirigentes y, entre ellos, los que aspiran a obtener cargos en las elecciones que se avecinan se comprometan a poner en claro sus ideas y programas de gobierno y que, luego, cumplan con lo prometido. La Iglesia, que acompañó a la Patria desde sus orígenes, la seguirá acompañando esforzándose por reflejar en su vida lo que anuncia en su doctrina.
Nos vamos acercando al Bicentenario de la Independencia que debemos celebrar como un magno acontecimiento en el que, también, tendremos el Congreso Eucarístico Nacional. Es necesario que hoy mirando de cara a Dios, nuestro Padre, le preguntemos: Señor, ¿Qué quieres que hagamos?, ¿qué quieres de nuestra Patria y de los argentinos?. En el recogimiento sagrado de esos momentos en que dirijamos estas preguntas dispuestos a comprometernos con la respuesta, Dios nos mostrará cuál es el camino que debemos transitar en este tiempo de dolor y esperanza.
Quiero concluir estas reflexiones repitiendo algunas peticiones de la Oración del Congreso Eucarístico Nacional de 2016: Jesucristo, Señor de la historia, en el Bicentenario de la Independencia de nuestra Patria, agradecemos tu presencia constante en nuestra historia, pedimos tu gracia para forjar el presente guiados por tu Evangelio. Ponemos en tus manos nuestro futuro con esperanza y compromiso. Con la alegría que nos da tu Palabra, salimos al encuentro de todos los argentinos, sin excluir a nadie, para gestar juntos una cultura del encuentro en la Patria. Te pedimos, además, que nos ilumines para encontrar el camino hacia una reconciliación definitiva que, respetando la justicia y fomentando la fraternidad, nos permita afianzar nuestra amistad social para llegar así, juntos, a construir la Nación que, por destino debemos ser y que queremos y podemos ser si, confiando en Ti, nos ponemos a la obra. Amén”.
El Tedeum se llevó a cabo luego del izamiento de la bandaera en Plaza Independencia y el tradicional chocolate en Casa de Gobierno.
Fuente: La Gaceta
Foto: LV 12