Por Mariana Romero-“¿Usted sabe si Paulina había consumido alcohol la noche en que desapareció?”, le preguntó el abogado Carlos Parajón Ferullo a un hombre de 63 años que, sentado frente a tres jueces, repasaba una y otra vez cómo había encontrado el cuerpo de su hija tirado a la vera de la ruta, destrozado e irreconocible. Alberto Lebbos llevaba ya más de cinco horas declarando cuando escuchó la pregunta y casi 12 años desde que tuvo que decirle a su nieta Victoria que a su mamá la habían matado. Cargaba casi 600 marchas en los hombros y una cantidad incalculable de horas pasillando tribunales para saber sólo dos cosas: quiénes mataron a su hija y quién protegió a los asesinos.
El legado de Paulina
“Presente”, responden quienes marchan todos los martes en la plaza Independencia cuando, desde el megáfono, nombran a Paulina Lebbos. Más de 300 nombres acompañan al de ella; la mayoría son de personas asesinadas y cuyos casos continúan impunes. El resto son de hombres y mujeres desaparecidos. A todos, los asistentes responden “presente”.
Es que los muertos viven en el recuerdo de los vivos y, algunos, en la memoria de las sociedades. El nombre de Paulina, por ejemplo, remite a lo más oscuro de la complicidad policial en el encubrimiento de un crimen macabro y cubre de sospechas a altos funcionarios de la gestión más larga de Gobierno de la historia tucumana: la de José Alperovich.
Pero en entre sus amigos y su familia, el nombre de Paulina tiene un significado diferente. La recuerdan joven y hermosa, hija, hermana, estudiante, lectora, solidaria, sensible. Su hija, Victoria, quizás pase las noches buceando en su memoria de niña para encontrar una imagen que la acerque a su mamá, porque ella tenía cinco años cuando la mataron. Quizás cuando baila danzas clásicas o se mira en el espejo se pregunta qué de su madre vive en ella, si su risa es parecida, cómo hubiera sido su vida si la hubieran caminado juntas. Y, seguro, busca en cada detalle, en cada relato, armar su imagen. Por eso, cuando Victoria supo de la pregunta del abogado a su abuelo, estalló en llanto.
Severo llamado de atención
En la sala del juicio que se realiza para desentrañar el crimen que revolucionó a una provincia, las palabras de Parajón Ferullo provocaron un cimbronazo. De inmediato, el abogado de Lebbos, Emilio Mrad, protestó. El presidente del Tribunal, Carlos Caramuti, interrumpió el cuestionario y le reclamó que fundamentara la pertinencia de la pregunta. El letrado no logró hacerlo y el juez le realizó una severa advertencia: ni él ni ninguna de las partes iba a violentar la dignidad ni el honor de la víctima con preguntas de ese tipo. La compañera de Parajón Ferullo, Cecilia Vaccaro, permaneció en silencio. Aun siendo mujer, como Paulina.
Parajón Ferullo no le formuló esa pregunta a un perito o a algún médico que haya participado de la autopsia, sino al padre de la víctima. Nunca pudo explicar satisfactoriamente por qué lo hizo. “No es que (la persona) valga menos, pero sí el grado de traslación de responsabilidad hacia otras personas puede tener un nivel de valoración distinto”, respondió a la prensa en el cuarto intermedio. “¿Un asesino, atacando a alguien que está alcoholizado, le traslada parte de la responsabilidad a la víctima?”, se le preguntó. “No, no, es a los fines de la valoración que pueda hacer el Tribunal”, contestó. El mismo Tribunal que le realizó un enérgico llamado de atención.
Más allá de la agresividad –e inutilidad- de la pregunta, lo impactante es que Parajón Ferullo la formuló en nombre del Estado Tucumano, a quien representa en el juicio. Es decir, en nombre de todos nosotros. O, hilando más fino, en nombre de sus jefes, los hombres que hoy manejan el Gobierno y que llegaron a sus puestos de la mano de José Alperovich. ¿Es acaso la estrategia de la Casa de Gobierno depositar parte de la culpa en Paulina? Si atendemos a la historia del caso, no parece una hipótesis descabellada.
12 años contra la víctima
Cuando Paulina todavía permanecía desaparecida, la Policía interrogaba a su familia. “Nos preguntaba que por qué había tenido una hija a los 16 años, por qué tenía esa pollera cortita, por qué había ido a bailar a ese lugar ¡20.000 jóvenes iban a bailar ahí!. En cada ‘por qué’ de esos la mataban de nuevo a mi hija, la estrangulaban de nuevo”, testificó Lebbos en el juicio.
En esos días, tras el hallazgo del cuerpo y horas después de terminada la autopsia, el entonces ministro de Seguridad, Pablo Baillo, volvió a echar dudas sobre la víctima diciendo a la prensa que “no sabemos si puede haber muerto por ingesta de alguna sustancia”. El informe, sin embargo, acababa de determinar que Paulina había fallecido por estrangulación manual y que no había consumido “sicotrópicos, estupefacientes, u otras sustancias tóxicas”. Y como si la mentira fuese liviana, Baillo remató su discurso con su propia versión de la “traslación de responsabilidad” y, en este caso, apuntó a la familia. “¿Por qué dejan que sus hijos se movilicen en remises? ¿Por qué no los buscan ellos, como se hacía antes”, disparó el entonces encargado de la seguridad de la Provincia. Acosado por el escándalo, debió renunciar a los pocos días. Como mérito, se llevó consigo el orgullo que sentía de “su” Policía, por haber hallado el cadáver. “No necesitamos del FBI, con voluntad e inteligencia, lo resolvimos nosotros solos”, se había ufanado, como si encontrar a una persona muerta fuera un final feliz y como si el dato fuera cierto: al cuerpo no lo había encontrado la Policía, sino dos lugareños de Tapia y, por esa mentira –entre otras-, hoy purgan pena de prisión dos de tres policías condenados.
Baillo no fue el único. En 2013, la entonces senadora Beatriz Rojkés se refirió a Paulina Lebbos como una “mujercita muerta a la que hay que dejar descansar”. Un año más tarde, el fiscal Carlos Albaca, luego de dejar la causa que mantuvo paralizada y bajo secreto durante siete años, lanzaba la posibilidad de que la joven se hubiera “autoasfixiado” y dijo que “tenía tendencia a las relaciones sexuales casuales (…), en ocasiones era ‘intrépida’ (…) y capaz de emprender acciones temerarias. Predominaba en ella el ánimo depresivo y casi nada la hacía sentir bien”. Hoy, ese hombre enfrenta más de una decena de cargos y deberá responder por ellos en un juicio oral que podría comenzar este mismo año.
¿Es casual entonces que desde la Casa de Gobierno se sigan depositando las dudas sobre la propia víctima? ¿Se trata acaso de una serie de equivocaciones que, por azar, se repitieron durante 12 años? ¿O es una estrategia sostenida durante más de una década para evitar que el encubrimiento -ya probado judicialmente- salpique a funcionarios más altos? Será la Justicia quien lo determine. Por el momento, el tribunal ya advirtió que no permitirá la revictimización de Paulina.
La gente común
Mientras tanto, fuera del estrado, los familiares de las víctimas siguen marchando. A ninguno de ellos se le ocurrió preguntar jamás si Paulina había bebido esa noche o cómo iba vestida porque saben, por propia experiencia, que no existe coyuntura alguna que atenúe la atrocidad de un crimen de esas características cometido contra un inocente. En 12 años, Lebbos no ha escuchado esa pregunta de nadie que no sea una autoridad policial o política.
Es que, en términos generales, la sociedad parece haber avanzado en la conciencia de que las víctimas de femicidio no merecen lo que les ocurre, en ningún caso, bajo ninguna circunstancia. A nadie se le ocurre ya, a estas alturas, hurgar en la intimidad y la dignidad de la víctima.
Y esa evolución que muestra la gente común -y a la que el Gobierno se resiste- esa conciencia es, también, parte del legado que el nombre de Paulina Lebbos ha dejado en la historia.