Inventaron un juego oscuro: salieron a la calle a matar

Publicado el: 12 junio, 2020

Carlos Moreno Fernández era un señor absolutamente normal. Un español, de 52 años, empleado de limpieza de la empresa El Impecable Ibérico, en la ciudad de Madrid. Era un trabajo que había conseguido, para mantener a su mujer y a sus tres hijos, luego de haber pasado mucho tiempo desempleado.

La madrugada del sábado 30 de abril de 1994 estaba esperando el colectivo nocturno, en la parada de la calle Bacares del barrio de Manoteras. Venía de visitar a su amante Modesta L. (51 años, también madre de tres hijos), que vivía en la zona. La visitaba periódicamente y los viernes se quedaba hasta más tarde. Los días que cobraba solía darse el lujo de volver a su casa en taxi, pero esa noche prefirió ahorrarse el dinero y regresar en ómnibus. Sería la peor decisión de su vida.

Eran las 4 de la madrugada cuando se sentó en el banco de la parada del autobús y se prendió un cigarrillo. Ahí estaba, tranquilamente fumando, desprevenido, cuando dos demonios adoradores de las pesadillas sangrientas lo acorralaron.

La noche del viernes 29 de abril, Javier Rosado (21) y Félix Martínez (17), dos jóvenes de clase media acomodada madrileña, tenían planeado al detalle el macabro crimen que llevarían a cabo como parte de un juego creado por Javier. Se habían puesto ropa vieja para la ocasión, sabían que iban a ensuciarse. Habían seleccionado armas blancas y se habían munido de unos guantes de látex que Javier había robado del laboratorio de la universidad a la que concurría. Ya tenían, además, confeccionadas unas fichas sobre las posibles víctimas… A una la habían titulado BENITO, y representaba al arquetipo de un hombre al que ellos llamaban “estúpido”.

Estuvieron listos para zarpar a la una y media de la mañana, cuando empezaba a transcurrir el sábado. Así pertrechados salieron de caza. Su primer objetivo era atrapar y asesinar a una mujer joven…

Eligieron el barrio de Manoteras por dos motivos: estaba en las afueras y era poco transitado por la noche. La primera persona que se cruzaron en su camino, fue descartada. Era un varón que vieron en una parada de colectivos “con unos walkman y cara de idiota”, relataría imperturbable Javier Rosado mucho tiempo después. Terminaron hablando los tres de cosas triviales hasta que llegó el ómnibus y el hombre se marchó a su casa. No se enteró de que había salvado su vida por un pelo, por algo tan sencillo como no encajar en las reglas del malévolo juego que estipulaban que, antes de las 4 de la madrugada, la víctima sólo podía ser una mujer.

Frustrados, los asesinos continuaron su marcha y divisaron a una mujer que sacaba la basura. Pero no les dio tiempo a nada y, además, tampoco era joven. Un rato más tarde, avistaron a una chica que iba acompañada por un hombre. No resultaba conveniente. Luego se toparon con una pareja de novios. Javier Rosado estaba muy fastidiado por los contratiempos que se les presentaban para respetar las consignas. Escribiría, en su diario personal, un par de horas después: “¡Maldita manía de acompañar a las mujeres a sus casas!”.

La noche se iba y ellos, sin presa posible a la vista, rezumaban sangre. Las reglas del juego Razas creado por el mismo Rosado establecían que, después de las 4, podrían elegir a cualquier víctima, incluso un hombre con la condición de que fuera “regordete” y “estúpido”.

A las 4.15 lo encontraron en otra parada de colectivos. Carlos Moreno Fernández no era un ser humano para ellos, era solo una ficha que debían conquistar: “Mira ése… tiene cara de idiota y lleva unos calcetines estúpidos”, le dijo Rosado a su compañero.

Una vez aprehendido, el líder del dúo, relataría la escena de la siguiente manera: “Serían las cuatro y cuarto, a esa hora se abría la veda de los hombres. Mi compañero propuso coger un taxi, atracarle y degollarle. Rehusé el plan. Vi a un tipo andar hacia la parada de autobuses. Era gordito y mayor, con cara de tonto. Se sentó en la parada (…) Era rechoncho, con una cara de alucinado que apetecía golpear, barba de tres días, una bolsita que parecía llevar ropa y una papeleta imaginaria que decía quiero morir”.

Se acercaron a él y le exigieron su dinero. “Pon las manos a la espalda y muestra el cuello”, le ordenó Rosado. Los atacantes sacaron a relucir los cuchillos, pero Carlos -que llevaba encima su paga de la semana- se resistió con todas sus fuerzas. Forcejeó con ellos y los insultó. Los jóvenes se limitaron a empujarlo, mientras lo iban hiriendo a cuchilladas, hacia la barranca del parque donde estaban.

En un momento de la lucha Carlos Moreno mordió a Javier en un dedo con tal fuerza que parte del guante de látex quedaría en su boca luego de muerto. Como la ficha que habían elaborado de “Benito” decía que la víctima debía morir degollada, mientras Rosado se concentraba en concretar la consigna, Félix Martínez se dedicó -como también lo indicaba el juego- a “debilitar” a la presa” dándole navajazos en el estómago.

Rosado detalló en su diario los pormenores de la agonía de Carlos Moreno y sus inútiles intentos por escapar. Las puñaladas no iban a los órganos vitales sino todo contrario, porque el objetivo de Rosado y de Martínez era que su víctima “debía morir lentamente y con gran sufrimiento”.

Carlos peleó por su vida durante 20 minutos y murió tal como lo habían planeado sus verdugos.

Cuando terminaron su faena se encontraron exultantes, creían haber cometido el crimen perfecto y concretado su hazaña lúdica. Se felicitaron y se fueron a sus casas tan tranquilos. Antes de conciliar el sueño Rosado rellenó la ficha que tenía para “Benito”. Lo dibu­jó con bigote, con la bolsa donde guardaba su ropa de trabajo e incluso les puso puntaje a sus cualidades: Fuerza 8/ Poder 6/ Carisma 4/ Inteligencia 6/ Tamaño 15/ Voluntad 16. Después de describirlo todo en varias hojas, se tiró a dormir. Se sentía invencible.

Justamente sería el ego desbocado de Javier Rosado el que le permitiría a la policía, meses más tarde, resolver el caso

El cadáver de Carlos Moreno Fernández fue hallado, al día siguiente, en el barranco del parque por un conductor de ómnibus que se había parado a fumar un cigarrillo. La escena era macabra: había sido apuñalado 19 veces, degollado, destripado y tenía la columna quebrada. En el bolsillo del pantalón la policía halló las 60.000 pesetas que había cobrado el viernes. El móvil del robo quedó totalmente descartado. También se halló en su boca un trozo de un guante de látex. Pero los investigadores no tenían con quién vincularlo: los autores del crimen no estaban fichados por delito alguno.

Pasaron los meses y el horrendo homicidio parecía que quedaría impune. Había, además, otro hombre asesinado, en la misma zona unas semanas antes, cuyo cuerpo apareció con 70 puñaladas y sin ojos. Eso dio lugar a la especulación y a que los medios hablasen de que podría haber circulando, por la ciudad, un asesino en serie.

No estaban tan errados. Porque lo cierto es que la idea con la que estaba obsesionado Javier Rosado no era continuar con sus estudios de Química, sino seguir matando. Quería salir de nuevo de cacería y hacerlo mejor que la primera vez.

Seis meses después tenían planeada, con Félix Martínez, una segunda excursión sangrienta. Rosado era demasiado vanidoso y alardeó frente a otros amigos de 17 años (Jacobo, Javier y Enrique) con los que también jugaba a Razas, sobre el primer crimen. Quería ser convincente para involucrarlos en el siguiente asesinato.

Audaz y presuntuoso no se le ocurrió dudar de su capacidad de captación, ni pensar que alguno de esos jóvenes podía delatarlo. Uno de ellos, Enrique, se asustó demasiado y terminó confesando lo que había escuchado a un cura del barrio. Le dijo que Javier y Félix se habían pavoneado de haber matado a ese hombre de las noticias llamado Carlos Moreno.

El cura entró en estado de alerta: le recomendó a Enrique que le contase inmediatamente todo a su padre. El padre escuchó a su hijo con atención y fueron directo a la policía a denunciar los hechos.

Si no fuera por Enrique quizá nunca se hubiese sabido la verdad.

La policía terminó arrestando a Rosado y a Martínez el mismo día en que tenían planeado salir por su “segunda presa”. Ya habían comprado los guantes de látex. Fueron detenidos y puestos a disposición de la justicia. Obtuvieron, además, una orden de registro para allanar sus domicilios.

Entrar al dormitorio de Javier Rosado les deparó una pavorosa sorpresa: el joven tenía una completa biblioteca del horror. Había en ella más de 3.000 volúmenes de todos los temas posibles: desde manuales de ocultismo y obras del Marqués de Sade y sobre Adolf Hitler, hasta revistas con temas paranormales y manuales para juego de rol. También hallaron quince cuchillos. Era una habitación siniestra.

Afortunadamente Rosado y Martínez habían dejado tras ellos muchas huellas. El resto del guan­te en la boca de su víctima; el reloj de Félix que había caído en la escena y el pormenorizado diario de Rosado hallado en su casa… En esa crónica confiscada del crimen contaba que cuando fue detenido, meses después, todavía usaba una venda en su dedo lastimado porque “al meter­lo en la boca del idiota” (sic) había sido fuertemente lesionado.

La montaña de pruebas en su contra no menguó la autoestima de Javier Rosado quien espetó con ironía:

–¡Dios mío, no puedo creer que yo haya hecho eso! Tengo la du­da de que sea verdad o sea ficticio.

Se necesitarían varios expertos y muchos estudios en mentes en extremo complejas para dilucidar este tremendo caso.

Javier Rosado Calvo (nacido en Madrid en 1973), era un estudiante de tercer año de Química y tenía 21 años cuando se convirtió en homicida. Su padre era ingeniero industrial y solía jugar al ajedrez con él; su madre, era enfermera. Su hermano un año mayor, era su compañero de facultad porque había repetido tercero en la carrera de Química. Tenía una vida cómoda, no le faltaba nada. Si bien de pequeño había sido un poco enfermizo, alérgico y había padecido problemas intestinales, en la adolescencia se había revelado como un excelente estudiante. Devoraba libros y pasaba de curso sin esfuerzo. Gozaba de carisma y era capaz de ganarse la admiración de sus pares. Nadie en su entorno familiar imaginó jamás que en su inteligente mente anidara semejante sadismo.

Félix Martínez Reséndiz (nacido también en Madrid, en 1977) era en cambio un estudiante de secundaria que procedía de una familia disfuncional. Su padre había muerto de Sida (por consumo de drogas) cuando él tenía solo un año. Su madre, mexicana, era también drogadicta. Al poco tiempo de enviudar se volvió a casar, pero esa pareja le duró solo cuatro años. Ella falleció también de Sida, dos años antes de que su hijo se convirtiera en un temible criminal. Félix no tenía hermanos ni contención alguna. No le gustaban los deportes, ni las motos, ni las chicas todavía. Era un apasionado de ciertas lecturas fantásticas, le gustaba escribir poemas y estaba obsesionado por el juego de rol, una práctica que venía de Estados Unidos y que estaba haciendo furor en España en los años ’90. Félix era un perfecto caldo dónde Rosado podría cultivar su maldad.

El fatídico encuentro entre Rosado y Martínez ocurrió una tarde, en una cancha de fútbol del barrio de Chamartín, donde ambos vivían. Martínez quedó obnubilado al ver a un joven cinco años mayor que él, desgarbado, de 1,90 m de altura, de grandes ojos azules tras unos gruesos anteojos, recitar impactantes frases desde unas gradas. Ese joven demostraba tener una seguridad envidiable. Intrigado se acercó para ver si aquel chico estaba jugando al juego de rol.

El joven que declamaba en voz alta era Javier Rosado, y lo que gritaba eran estrofas de libros de Howard Phillips Lovecraft (el famoso escritor norteamericano de novelas y relatos de terror y ciencia ficción). Para desilusión de Félix, Javier Rosado no sabía jugar al rol. Pero no importó demasiado, porque ese mismo día nació entre ellos una relación peligrosamente estrecha. Se volvieron inseparables. Félix Martínez encontró en Javier Rosado, a su maestro, a su hermano de alma, a su líder. Y Javier en Félix, al amigo manipulable, a la compañía incuestionable que necesitaba para concretar sus oscuros deseos.

Fue durante una convalecencia de Rosado por una lesión en una pierna, que Martínez le alcanzó a su casa un juego de rol para que se distrajera. Javier aprendió enseguida los mecanismos y decidió que inventaría un juego infinitamente mejor: más creativo y con sus propias reglas.

Creó, entonces, Razas: un juego donde la humanidad se di­vidía en 39 razas o arquetipos que él había inventariado basándose en personajes y nombres novelescos. La raza 37 correspondía a los psicólogos, la 25 a las mujeres, la 22 al hombre, la 1 al bien y la 7 al mal. Era un peligrosísimo cóctel de ideas extremas con el que logró obsesionar también a Félix Martínez. A veces, el juego consistía en impedir la llegada a puerto de un barco o destruir una ciudad o matar a una mujer imaginaria que traicionó a su raza. Lo cierto es que, a medida que pasaba el tiempo, el tablero les resultaba demasiado chico y aburrido. Rosado propuso, entonces, avanzar un paso más: los jugadores tenían que salir a concretar su jugada y matar de verdad.

En su diario íntimo Javier Rosado lo escribía todo. Su sadismo plasmado sobre papel horrorizó hasta a los más veteranos investigadores. La opinión pública estaba escandalizada. Algunos de sus horripilantes textos:

-“Mis sentimientos por hacer el asesinato en sí mismo no existían en absoluto, demostrándome que mi mente era fría y calculadora en cualquier situación y dándome esperanzas para otras acciones. No sentí remordimientos ni culpas, ni soñé con mi víctima, ni me inquietaba el que me pillaran. Todo eso eran estupideces”.

-”Yo memoricé el nombre de varias calles por si teníamos que sa­lir corriendo y en la huída teníamos que separarnos. Quedamos en que yo me abalanzaría por detrás mientras él le debilita­ba con el cuchillo de grandes dimensiones. Se suponía que yo era quien debía cortarle el cuello. Yo sería quien matara a la primera víctima. Era preferible atrapar a una mujer, joven y bonita (aunque esto último no era imprescindible, pero sí saludable), a un viejo o a un niño. Llegamos al parque en que se debía cometer el crimen, no había absolutamente nadie. Sólo pasaron tres chicos, me pareció de­masiado peligroso empezar por ellos (…) En la parada de autobús vimos a un hombre sentado. Era una víctima casi perfecta. Tenía ca­ra de idiota, apariencia feliz y unas orejas tapadas por un walkman. Pero era un tío. Nos sentamos junto a él. Aquí la historia se tornó ca­si irreal. El tío comenzó a hablar con nosotros alegremente. Nos con­tó su vida (…) Mi compañero me miró interrogativamente, pero yo me negué a ma­tarle”.

-”Serían las cuatro y cuarto, a esa hora se abría la veda de los hombres (…). Vi a un tío andar hacia la parada de autobuses. Era gordito y mayor, con cara de tonto. Se sentó en la parada (…) La víctima llevaba zapatos cutres y unos calcetines ridícu­los. Era gordito, rechoncho, con una cara de alucinado que apetecía golpear y una papeleta imaginaria que decía: “Quiero morir”. Si hubiese sido a la 1.30 no le habría pasado nada, pero ¡así es la vida!”

-”Le dijimos que le íbamos a registrar. ¿Le importa poner las ma­nos en la espalda?, le dije yo. Él dudó, pero mi compañero le cogió las manos y se las puso atrás. Yo comencé a enfadarme porque no le podía ver bien el cuello”

-”… le dije que levantara la cabeza, lo hizo y le clavé el cuchillo en el cuello. Emitió un sonido estrangulado. Nos llamó hi­jos de puta. Yo vi que sólo le había abierto una brecha. Mi compañero ya había empezado a debilitarle el abdomen a puñaladas, pero ninguna era realmente importante. Yo tampoco acertaba a darle una buena puñalada en el cuello. Empezó a decir “no, no” una y otra vez. Me apartó de un empujón y empezó a correr. Yo corrí tras él y pude agarrarle. Le cogí por detrás e intenté seguir degollándole. Oí el desgarro de uno de mis guantes. Seguimos forcejeando y rodamos. “Tíralo al terraplén, hacia el parque, detrás de la parada de auto­bús. Allí podríamos matarle a gusto”, dijo mi compañero. Al oír es­to, la presa se debatió con mucha más fuerza. Yo caí por el terraplén, quedé medio atontado por el golpe, pero mi compañero ya había ba­jado al terraplén y le seguía dando puñaladas. Le cogí por detrás pa­ra inmovilizarle y así mi compañero podía darle más puñaladas. La presa redobló sus esfuerzos. Chilló un poquito más: ‘Jo­putas, no, no, no me matéis’”

-”Ya comenzaba a molestarme el hecho de que ni moría ni se de­bilitaba, lo que me cabreaba bastante…”

-”Se me ocurrió una idea espantosa que jamás volveré a hacer y que saqué de la película Hellraiser. Cuando los cenobitas de la pelí­cula deseaban que alguien no gritara le metían los dedos en la boca. Gloriosa idea para ellos, pero qué pena, porque me mordió el pulgar. Cuando me mordió (tengo la cicatriz) le metí el dedo en el ojo”

-”Seguía vivo, sangraba por todos los sitios. Aquello no me impor­tó lo más mínimo. Es espantoso lo que tarda en morir un idiota (…) Llevábamos casi un cuarto de hora machacándole y seguía intentando hacer ruidos. ¡Qué asco de tío! Mi compañero me llamó la atención para decirme que le había sacado las tripas (…) Vi una porquería blanquecina saliendo del abdomen…”

-” A la luz de la luna contemplamos a nuestra primera víctima. Sonreímos y nos dimos la mano”.

-”¡Pobre hombre!, no merecía lo que le pasó. Fue una desgracia… buscábamos adolescentes y no pobres obreros trabajadores. En fin, la vida es muy ruin. Calculo que hay un 30% de posibilida­des de que la policía me atrape. Si no es así, la próxima vez le toca­rá a una chica y lo haremos mucho mejor”.

Desde que fueron detenidos los jóvenes, la discusión en la opinión pública versó sobre el juego de rol.

Javier Rosado y Félix Martínez, en realidad, habían puesto en práctica las ideas de un juego inventado por Javier, no un juego de rol. De todas formas, el caso quedó bautizado como “el crimen del juego de rol”, a tal punto que la sociedad vinculó inevitablemente a este tipo de experiencias lúdicas con patologías criminales. El propio y engreído criminal, Javier Rosado, había menospreciado al juego de rol diciendo: “El rol me repugna. Sólo he jugado a Razas. Es un juego inventado por mí, en el que no interviene el azar. Por eso se juega sin dados. Es un juego de estrategia. El tiempo no existe, el acto carece de importancia, eso da igual, la persona carece de importancia”. A los psiquiatras les aseguró muy enojado que su juego era mucho más importante que el juego de rol: era “su obra”, una “filosofía total” a la que había dedicado más de mil páginas.

Tanto años después la discusión emerge estéril. ¿Qué más da cómo llamaran a su perverso juego estos dos jóvenes perturbados?

La familia de la víctima y el Tribunal Supremo rechazaron la hipótesis del juego de rol de la defensa que tendía a enmascarar la psicopatía de dos fríos asesinos.

La sentencia del 25 de junio de 1998 eliminó cualquier atisbo de culpa sobre los juegos de rol: los culpables reales eran Javier Rosado y Félix Martínez.

Algunos directores de cine trataron de aprovechar el fenómeno mediático de los juegos de rol para filmar sobre el tema. Una de las películas inspiradas en el caso fue la española Nadie conoce a nadie, de Mateo Gil, estrenada en 1999 y que ganó un premio Goya. Otra, fue Jugar a matar, de Isidro Ortiz, mucho más parecida a la historia real, y que fue producida en 2003 para la televisión española. /Infobae

Deja un comentario

(0381) 156806263
San Martín 462