En estos días van a empezar a verse en la calle los primeros billetes de $2.000. La semana última los nuevos billetes comenzaron a llegar a los bancos, que están en la etapa de prueba y adaptación de los cajeros automáticos. Esta semana comenzarán paulatinamente a llegar a manos de los usuarios.
Son iguales a los que se anunciaron en febrero, pero no son los mismos: después del 6,6% de inflación de ese mes, más el 7,7% de marzo y el 8,4% de abril, aquellos $2.000 valen hoy $1.579.
Menos, en realidad, porque se debería descontar lo que ya aumentaron y lo que van a aumentar los precios en mayo. No hay analista que diga que la cifra será menor a la de abril y, por el contrario, varios no temen decir una pavada cuando pronostican un doble dígito.
De acuerdo a un cálculo de Augusto Ardiles, exdirector de la Casa de la Moneda, “el costo de no imprimir billetes de mayor denominación en 2020 y 2021 fue de US$ 186 millones y no hacerlo entre 2008 y 2015, cuando CFK era Presidenta, costó US$ 639 millones”. A pesar de esto, decidieron salir con los de $2.000. Los de $5.000 siguen en estudio. De los de $10.000 ni hablemos.
La cantidad de billetes que dan vuelta por culpa de la inflación y la negativa a emitirlos de mayor valor es asombrosa. Más de 3.000 millones de billetes de $1.000 pesos y más de 1.300 millones de billetes de $500 sobran como muestra. La pila que se junta al pagar en efectivo una cuenta en un restaurante de una mesa numerosa también sirve.
No es todo: los bancos custodian unos mil millones de billetes de $100, la mitad de todos los que circulan, a la espera de su destrucción, lo que los ha llevado a construir depósitos sólo para tener un lugar donde guardarlos. El colmo de gastar plata para guardar plata que irá a la basura.
El reverso del nuevo billete de $2.000 muestra el frente del Instituto Malbrán. Un homenaje post pandemia.
Esos números nos llevan a otro ejemplo de mala praxis. Sucede que con esta vorágine, no hay imprenta que dé abasto (lo cual prueba de algún modo la buena visión de Amado Boudou al comprarse Ciccone). Y así, en un país donde el cepo a lo importado hace más sencillo hallar agua en el desierto, es habitual que los billetes vengan de más allá de las fronteras.
La Casa de la Moneda importa hace rato desde China, Brasil y España, y ahora ha sumado como proveedoras a plantas de Francia y Malta. Como nos enseñó hace tiempo el financista K arrepentido Leonardo Fariña, ante esos volúmenes de “físico” la plata no se cuenta, sino que se pesa: la licitación se abrió para traer 92.721 kilos de billetes desde París y 182.963 kilos desde Malta.
Ante la hondura de la crisis macroeconómica, y la escasez de respuestas para la misma (todo se reduce a la repetición eterna del plan “los próximos 15 días son clave”), el detalle de los billetes podría considerarse preciosista.
Al revés: que salga a la calle un billete del doble de la máxima denominación actual, y todos sepan de antemano que sólo agrega algo de humo al incendio, da una acabada idea de la gravedad del problema.