“Dibujar es romper el miedo y el silencio”. Así es como define, Carlos Alonso, el arte de las pinturas. Tiene 91 y vivió muchas cosas, entre ellas la pandemia que hoy está azotando al mundo entero.
Hace 30 años, la visión artística del pintor argentino fue una premonición de lo hoy en día está ocurriendo
Con el coronavirus fuera, recuperamos las obras del pintor que datan de 1990. “El lenguaje se escribe y también las palabras nos dicen. La pintura representa y, a la vez, somos representados, pintados”.
Aquella vez, Carlos Alonso junto al reconocido médico cordobés Carlos Presman, abordaron el desafío de ponerle dibujos y palabras al cuerpo humano. Un intento de encarnar historias de vida, la búsqueda utópica de un trazo o una palabra que nos aleje de la muerte. Y por ello, dejaron un testimonio de nuestro tiempo es la utopía que nos convoca a seguir viviendo. Hoy nos vemos atravesados por la pandemia.
Los cuadros que aluden a la pandemia fueron pintados en 1990 y en una revisión hecha por Carlos Alonso mientras trabajaba en su atellier, encontró ese infierno como premonitorio y en el cielo de un cuadro el «coronavirus», el arte es una interpretación que atraviesa el tiempo y los lenguajes…
“Tórax”; anatomía donde el coronavirus se ensaña para dejar sin aire a la humanidad.
Así estamos, arrojados a la incertidumbre de la vida con la certeza de la muerte. En plena pandemia, nos paramos en la fuerza del deseo a pensar y hacer, con arte y ciencia: salud.
Tórax: (del latín thorax). Cavidad del pecho.
La caja torácica es una jaula de huesos que protege órganos vitales. Las vértebras, desde la espalda, se unen por las costillas al esternón. Adentro se encuentran resguardados el corazón, los pulmones y el hígado: la caja fuerte de la vida. Quizá sea esa la clave biológica en la ficción literaria de la Biblia: Dios, con una costilla de Adán, hizo a Eva.
Cuando nos jugamos todo por una causa, convocamos al tórax: «ponerle el pecho a las balas». Es la parte del cuerpo que mejor define la fortaleza física para cuidar la vida o la fragilidad para perderla.
Los médicos le prestamos especial atención al tórax, porque resulta el soporte de las enfermedades fatales más comunes de la humanidad: el cáncer de mama, el infarto, las neumonías. Por eso, palpamos, auscultamos y, casi de rutina, hacemos una radiografía de tórax.
A lo largo de mi vida he leído miles de radiografías. ¿Adónde van tantas imágenes? ¿Dónde las almacenamos? ¿Alguna vez podré verlas como una obra de arte, como hizo Alonso? ¿Habré perdido esa posibilidad cuando aprendí la ciencia?
Las radiografías de tórax nacieron a fines del 1800, en medio de la disputa entre Roberto Koch y Rudolf Virchow por la tuberculosis, una de las enfermedades más antiguas de la humanidad. Encontraron sus rastros en momias egipcias y el Antiguo Testamento hace referencia a ella. Hipócrates (siglo V a.C.) denominó «hábito tísico» al tórax angosto. A comienzos el siglo XIX, Teophile Laennec inventó el estetoscopio, describió la enfermedad y murió de tuberculosis.
Medio siglo después, Robert Koch descubrió el bacilo y auguró el fin de la enfermedad. Rudolf Virchow cuestionó que ese hallazgo resolviera la complejidad de la tuberculosis: argumentaba que la pobreza y las condiciones de vida de la clase obrera, incluyendo alimentación, vivienda, acceso al agua potable y alcantarillado, eran las responsables de la patología. Virchow estaba convencido de que la medicina es una ciencia social, y la política, medicina a gran escala. Comprendió que el problema de la tuberculosis era el paciente y su entorno social, por eso acuñó una genial ironía respecto del hallazgo de Koch: «Esos organismos mínimos, que en este momento despiertan el máximo interés».
Su colega y amigo Federico Engels, más conocido por sus obras políticas que como médico, había escrito en 1845 un estudio de antropología y epidemiología social, La situación de la clase obrera en Inglaterra, en el que describe los riesgos para la salud de los trabajadores ingleses.
Más acá en el tiempo y la geografía, nuestro primer ministro de salud, Ramón Carrillo, decía: «Frente a las enfermedades que genera la miseria, frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios, como causas de enfermedad, son unas pobres causas».
En la actualidad, a pesar de contar con efectivos tratamientos antibióticos, la tuberculosis continúa siendo un flagelo sanitario para la humanidad. En Argentina se registran unos 10.000 casos anuales con una mortalidad de 1,6 por 100.000 habitantes. Esta tasa es considerada por la Organización Mundial de la Salud un preciso indicador de la situación social de una comunidad, clave para la salud pública. Hoy ampliamos la mirada microscópica del bacilo a los determinantes sociales de la enfermedad: aprendimos que todo enfermo es político.
¿Cuántas enfermedades dejamos de ver por el microscopio?
La más frecuente, dolorosa y visible: el hambre. El hambre que consume todo el cuerpo y en el tórax hace visibles las costillas. Y la que más nos duele en el pecho: la desigualdad. El hambre es la enfermedad más antigua, más política y fatal de la humanidad.