Por Patricia Aguirre -Las iguanas están a salvo hasta noviembre en Aracataca. Después les cortan las uñas, son maniatadas y las parten en dos como si estuvieran en una sala de parto para sacarles sus huevos, que parecen ser de oro para los paladares de los cataqueros. Los pelaos –como le dicen a los niños- se transforman en cazadores y hasta cirujanos cada vez que atrapan a uno de estos reptiles para extraerles no tan solo su reproducción sino en muchos casos, hasta su vida animal. Esta aventura tan salvaje y cruel como la misma ley de la selva, ahora controlada por la Policía para evitar la extinción de las iguanas, también se está terminando mientras transcurren los cien años de Macondo.
El banano también agoniza. Las plantaciones resistieron por décadas los impiadosos rayos del sol cataquero arrojando como vacas lecheras sus frutos sin cesar todo el año, pero no lograron soportar los vientos huracanados que ya devoraron casi todas las parcelas que quedaron luego del devastador paso de la norteamericana United Fruit Company a mediados del siglo XX. Ahora las tierras están ocupadas por la palma africana, pero las manos de los pobladores quedaron rehenes del “rebusque” merced al sálvese quien pueda. La falta de trabajo golpea y, fuerte.
Hace unos años se fue el último extranjero que había apostado a un futuro en el pueblo natal de Gabriel García Márquez. Era un holandés que pintó mariposas amarillas sobre la calle pavimentada desde la puerta del hostal que administraba hasta la Casa Museo de Gabo, ubicada a la vuelta de la manzana. Llegaron huéspedes de todo el mundo pero el negocio no prosperó. Hoy es Jairo, un empresario nacido en las tierras de Macondo, quien intenta encontrarle la vuelta. Los días después de la partida de Gabo, el 17 de abril de 2014, fue la última vez que hubo muchos visitantes (la mayoría reporteros de distintos medios del mundo) en su casona amarilla.
“Acá está todo desordenado, como tenía Dios antes de crear el mundo, todavía no llegó el séptimo día a Aracataca. Estamos recién en el Génesis, en el primer día de la creación”, dice doña Dilia, la anfitriona del patio mágico de Gabo y Leo Matiz (el fotógrafo cataquero que también se hizo famoso por sus obras en el mundo). Pese a su afirmación de pocos augurios, su entusiasmo y pasión por atender su comedor no cesan, a cada visitante extranjero le cuenta la historia de su padre y sus tíos que fueron compañeros de colegio de Gabo, ofrece un jugo fresco de frutas, de piña, maracuyá, panela o de mango para aliviar el despiadado calor, después arepa, chorizos y butifarra (una especie de carne molida), arroz de coco o sabrosos deditos de queso que son preparados en la cocina de su fresca casona.
Con el aroma de las plantas de mangos, el patio de doña Dilia es el escenario ideal para imaginarse a Ursula Iguarán en sus mejores tiempos de anfitriona activa y laboriosa de la casa de los Buendía. La mesa del patio mágico siempre está tendida en espera de algún visitante. Hay flores y mariposas amarillas, cuadros, dedicatorias. Las miradas congeladas de Gabo y Leo son testigos, suena música de vallenatos o sino de intérpretes hispanoamericanos. Por momentos se escucha a Leo Dan, Sandro, y por otros a José Luis Perales y Julio Iglesias, hasta que se impone otra vez el sonido caribeño de Colombia. Así, todo el tiempo.
¿Volverá Macondo a convertirse en un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugados por el cólera del huracán bíblico, tal como lo imaginó Gabo en su novela Cien años de soledad? Los macondianos atraviesan estos tiempos cruzando los dedos. Es que el 28 de abril de 2015 Aracataca cumplírá 100 años de su creación como municipio.
La profecía de Melquíades se respira en Macondo. Las hormigas avanzan y esta vez no se llevan al niño con cola de cerdo que puso fin a la estirpe de los Buendía, sino a sus pobladores que temen que todo se acabe. Ellos están convencidos de que los políticos corruptos serán esas hormigas que se devorarán a todo el pueblo. En el lamento diario comentan que la obra del acueducto comenzó una vez, hace muchos años, y nunca se terminó. ¿Y qué pasó con la plata? Se la robaron los políticos, es la respuesta de muchos vecinos, ya resignados.
Abril remueve, sacude, atrapa, revive la tristeza por la muerte de Gabo. Más de un vecino no puede evitar relacionar la historia de los Buendía con los que gobernaban el municipio. Porque con esa celebración también terminael mandato del intendente, cuya esposa, la última de su familia, es nieta del fundador de la alcaldía municipal. Ellos saben que con los 100 años se termina la estirpe y la sombra acecha. En las páginas de Gabo, Melquíades había vaticinado que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad en la tierra.
Cuando Aureliano, el último descendiente de José Arcadio Buendía, descifró la profecía del gitano escrita en sánscrito, el viento huracanado arrasó con toda la casa y todo el pueblo era desterrado de la memoria de los hombres, cuenta Gabo.
El epígrafe de los pergaminos de Melquíades revelaba: El primero de la estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas.
“Acá hay hormigas coloradas reales, bien grandes. Ellas abren brechas, caminos, que interrumpen el monte, la selva, el bosque, marcando un camino largo. Pican duro. Son arrieras, como mulas. Trabajan día y noche y son capaces de acabar un jardín en un par de días. Siempre transportan hojitas, pedacitos de ellas en su boca”, cuenta el poeta y escritor cataquero Rafael Darío, reconocido como el impulsor de la obra de Gabo en su tierra natal.
En sus comienzos, Macondo, con sus 300 habitantes era una aldea feliz, donde nadie era mayor de 30 años y donde nadie había muerto, decía Gabo.
Cien años después, los bananos mueren, y con ellos el empleo. Por cada hectárea de bananos se ocupaban diez personas, ahora, por cada hectárea de palma africana, solo cinco, confirma uno de los productores.
Es sábado 17 de mayo de 2014, se cumple un mes de la muerte de Gabo. Hasta Jaime, su hermano menor más cercano y ahijado, respira la profecía de Melquíades. Frente a la casona donde Gabo vivió su infancia, levanta el dedo de su mano hacia lo alto y con voz consejera dice: hay que hacer lo que hizo mi abuelo con Gabito: estimular la vocación temprana en los niños. Lo escuchaban los vecinos y un funcionario de la Gobernación de Magdalena, donde pertenece el municipio de Aracataca, quien minutos más tarde no regresó a su ciudad sin antes buscar tierras para construir la aldea feliz de Macondo. “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un rio de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. El funcionario repite una y otra vez esta descripción de Gabo en su intento de detectar con sus ojos el lugar preciso para esa aldea. Busca los huevos prehistóricos, las aguas diáfanas, el espacio para las veinte casas de barro. La idea oficial –revelada en ese entonces- es crear un circuito turístico que recree la obra maestra del Premio Nobel de Literatura. Todos parecen ser intentos en busca de una segunda oportunidad, para salvar al pueblo de los cien años de soledad.
Patricia Analía Aguirre , periodista tucumana, visitó la tierra natal del nobel colombiano en mayo de 2014.