-Cuántos hijos tiene, Ada?
–Siete. Está Ariel, de 45, Solita, que tendría 43, Luis, de 40, Ada María, 38, Belén, 35, y las mellizas, de 30. Y tengo seis nietos, ya. La más chiquita me preguntó esta semana quién era su tía.
Solita, la que tendría 43, la tía por la que pregunta la nieta chiquita, era María Soledad. No llegó a cumplir los 18. La mataron hace 25 años.
La historia es más simple vista ahora, a la distancia. Pero no menos trágica. María Soledad Morales tenía 17 años y vivía en Catamarca. Un viernes fue a un baile para juntar fondos para el viaje de egresada. Nunca volvió a su casa. La Justicia determinó varios años después que un hombre llamado Luis Tula, con quien la chica tenía una relación previa, la entregó a un grupo para una fiesta de sexo y drogas, una madrugada casi de primavera. En ese grupo estaba Guillermo Luque, hijo de un diputado nacional.
María Soledad terminó muriendo por sobredosis de cocaína, tras haber sido violada. Después, sus asesinos tiraron su cuerpo al costado de una ruta, le aplastaron el cráneo con una piedra y trataron de cubrirlo torpemente con tierra y ramas. Hubo más de 50 marchas de silencio por Justicia. La Provincia –hasta entonces un feudo de la familia Saadi– fue intervenida.
El país veía cómo una monja –Martha Pelloni, la directora del colegio al que iba María Soledad–, un matrimonio humilde y un puñado de adolescentes –los padres y las compañeras de la víctima– lideraban una marea silenciosa que volteaba funcionarios, policías, jueces y fiscales como si fuesen fichas de dominó. Treinta mil personas llegaron a marchar en silencio y los cimientos del poder crujieron. Al menos, eso parecía en aquellos años.
Los crímenes no suelen estar en los libros de Historia, pero éste sí. Durante mucho tiempo el caso tuvo una particularidad inédita: la víctima fue sinónimo de una provincia. Decir María Soledad era decir Catamarca. Las marchas de silencio que conocemos ahora nacieron allí, entre la puerta del Colegio del Carmen y la Plaza 25 de Mayo, frente a la Catedral.
Tula y Luque fueron condenados –tuvo que completarse el tribunal con jueces de otras provincias, porque todos en Catamarca eran parientes o amigos de acusados, sospechados o testigos– y ya hace mucho tiempo que están libres. Nada se supo de los otros participantes de la “fiesta”. La investigación por el encubrimiento jamás avanzó. La actual gobernadora de la provincia –Lucía Corpacci, quien además lidera las encuestas para su reelección– es prima de Ramón Saadi, el gobernador destituido aquella vez tras el crimen, cuando parecía que la dinastía caía. Cuando asumió, Corpacci dijo: “Estoy orgullosa de ser una Saadi”. Antes que su primo, el gobernador había sido su tío, Vicente Leónidas, aquel que gritaba “cháchara, cháchara” en un debate político por televisión, hace 30 años. Punto a la historia.
Pero la vida real es más compleja.
Ada Rizzardo de Morales, la mamá de María Soledad, tenía 42 años cuando asesinaron a su hija. Cuando quiere imaginar cómo sería la Sole hoy, recuerda cómo era ella misma hasta el 7 de septiembre de 1990, el último día en que la vio. El día anterior al cataclismo.
“Se peinaba su pelo lacio y me dijo ‘Chau mami, nos vemos mañana’. Tenía la polerita negra, un jean, medias negras y los zapatitos del colegio. El padre la llevó en la camioneta hasta lo de una amiga, pero como la amiga ya había salido, al final la dejó en la parada del colectivo. Subió y se fue”.
Ada suspira desde el teléfono de su casa. Está en el mismo cuarto donde María Soledad se peinaba aquella tarde. La vida sigue. Ahora ella se levanta temprano para hacerles el desayuno a los nietos que viven cerca y van al colegio. Siempre tiene muchas bocas alrededor de la mesa para el almuerzo. Casi no sale. Es ama de casa a tiempo completo. El título de maestra quedó muy lejos.
“Nosotros no hicimos el duelo en ese momento y resulta que pasa el tiempo, y pasa, y no cura las heridas. No es verdad que te deja de doler. Yo quedé lastimada para toda mi vida por el recuerdo de esa muerte tan terrible. Todos los días está su ausencia. Me falta siempre. Por eso para mí no hay Día de la Madre, ni Fiestas. Yo trato de estar bien por mis otros hijos, por mis nietos, pero llega fin de año y quiero levantarme y que sea el 3 de enero. No me gusta el brindis, no me gusta que estemos todos y mi Sole no esté”.
Hija de inmigrantes italianos que llegaron a Catamarca para poner un tambo en las afueras, Ada terminó la secundaria en el Colegio del Carmen, en el centro de la ciudad. El mismo al que luego mandó a sus hijas.
“Los nietos preguntan. Son adolescentes y a veces quieren salir. Hay uno de 18 y dos de 16, y yo les digo que se cuiden. Me cuentan que lo ven a Tula por ahí. Y mi nieto mayor me dice: ‘La sangre tira, Mami’, porque todos me dicen La mami; yo soy como la mami para los hijos y para los nietos también. Les digo ‘no vayan a decirle nada, eh’, pero lo ven y quedan destruídos. Me dicen: ‘¿Cómo puede ser que nosotros tenemos que andar con el dolor de nuestra familia y él anda caminando por ahí, como un gran señor?’”.
En el living hay cinco fotos de María Soledad y un dibujo de ella que hizo Hermenegildo Sábat en Clarín. Está enmarcado. Uno de los retratos, ése donde ella sonríe y se apoya una mano en la cintura, irradia felicidad adolescente. La imagen fue reproducida miles de veces en los diarios y la televisión de todo el país, y también en América y Europa. En diciembre de 1990, The New York Times envió un periodista a Catamarca para contar qué pasaba en esa sociedad mansa y paciente que ahora se levantaba contra el poder. Que gritaba justicia sin decir una sola palabra.
“Las cosas de María Soledad estaban en su pieza y yo no quería tocar nada, pero la psicóloga me dijo un día que eso les estaba haciendo mal a mis otros hijos y entonces saqué todo. Ahora la tengo a ella en sus carpetas y sus cartitas, en sus poemas y sus dibujos, en una cómoda que puse en mi habitación. Eso, y el dolor que llevo conmigo, es lo que me quedó de Solita. Ya les pedí a mis otros hijos que por favor, cuando La mami cierre los ojos, ellos guarden eso en sus casas, que no lo pierdan, porque en esos papeles está la hermana que les arrancaron”.
En el lugar donde fue hallado el cuerpo sigue el monolito que recuerda el suceso. En los 90 fue el sitio más visitado por los turistas que llegaban a Catamarca. Hoy está lleno de carpetas, hojas, cartucheras. Es el lugar donde van muchos chicos cuando terminan las clases a dejar sus útiles. Y a pedir que les vaya bien en las pruebas. María Soledad es ahora, en algún sitio del imaginario popular, una especie de santa de los exámenes.
“Ayer vino una mamá a pedirme una foto de mi Sole, porque dice que el hijo le pide a María Soledad que lo ayude cuando estudia y siempre le va bien. Que le tiene fe como estudiante. Yo le voy a dar la foto a la señora. Si a ellos les hace bien, a mí también”.
El mes pasado, varias egresadas del colegio del Carmen se juntaron para recordar a la promoción 90 y le dieron a Ada la medallita de egresada que María Soledad no le pudo dar. Ella suspira de nuevo.
“El silencio puede más que la violencia. Yo tengo un reconocimiento eterno a sus ex compañeras, porque siendo adolescentes, chicas de 17 años, salieron y enfrentaron a todos. Ellas fueron las precursoras de todo esto, de todos los pedidos de justicia y de la justicia parcial que tuvimos después”.
El martes habrá otro acto en la escuela. Estará la monja Martha Pelloni, quien llegará desde Goya, en Corrientes, su destino actual. Pondrán una placa para recordar a María Soledad a 25 años del crimen.
Ninguno de los chicos que se formarán en el patio para el acto había nacido cuando sucedió. Para muchos de ellos, María Soledad es Macacha Güemes, Juana Azurduy o Mariquita Sánchez de Thompson. Es la historia.
Ada suspira otra vez. Recuerda algo aún más fuerte que la última imagen de su hija. Su voz. “Ella se fue el viernes y se iba a quedar en casa de una amiga. El sábado yo estaba lavando los guardapolvos de las mellizas y siento: “Mami, mami”. Fue tan clarito que lo tengo en la cabeza ahora mismo. Me escurrí las manos y fui a verla para que me contara de su fiesta de egresadas. Y no estaba. La busqué en su pieza y por alrededor de la casa, porque siempre me estaba haciendo esas bromitas, ¿vio? Y no estaba. Y ahí empecé a decirle a Elías, mi marido:‘A Sole le pasó algo, estoy segura de que a la Sole le pasó algo’”.
Ese sábado a la noche denunciaron su desaparición. El domingo fue una búsqueda desesperada. El lunes hallaron su cuerpo. Mucho después, un forense le preguntó a Ada cuándo fue que ella sintió que María Soledad la llamaba.
–A las cuatro de la tarde.
–Posiblemente, ésa fue la hora en que agonizaba o moría, le dijo el médico.
Ada tiene ahora 67 años. La familia vive de la jubilación de Elías (70) y de la venta de leche. María Soledad ni siquiera imaginó que existiríaGoogle, el buscador que ayer mostraba 707.000 resultados si uno tipeaba su nombre. Mucho más que poner ‘Alberto Nisman’; y cien veces más que si se tipeaba ‘María Marta García Belsunce’.
Veinticinco años es mucho tiempo. Para Ada Morales es, apenas, un suspiro más.
Informe: Ariel Arrieta (desde Catamarca) para Clarín