Por: Mariana Romero y Andres Figueroa.- Habían pasado 24 horas de las elecciones que concentraron la atención del país por denuncias de fraude cuando Carlos Ausili decidió salir a la plaza a reclamar transparencia en las elecciones. No era el único, a poco de llegar, unas 10.000 personas lo rodeaban con el mismo pedido.
Carlos llevaba atada al cuello, a modo de capa, una bandera argentina y en la mano, otra más pequeña de plástico. No había avisado a su familia que iría a la plaza: desde que le diagnosticaron la enfermedad de Parkinson, 16 años atrás, su madre vive preocupada por él. “Me operaron hace un año y me pasaron un cable por el cerebro. En junio se me infectó la cabeza y tuvieron que operarme de nuevo. Desde entonces tengo una parte del cráneo abierto, bajo la piel. Me tengo que cuidar mucho de los golpes”, cuenta.
Carlos no lo sabía, pero su mamá, Herminia, sentía la misma indignación y también había salido a protestar. No los separaban más de 20 metros, pero la cantidad de gente hacía imposible que ambos supieran lo cerca que estaban.
Cuando estalló la represión, Carlos no pudo escapar, como la mayoría de las personas. Sus movimientos son en extremo lentos y comenzar a caminar le cuesta, aunque luego puede hacerlo de manera casi normal. Un video lo muestra dando vueltas confundido frente a la Casa de Gobierno, cubriéndose la cabeza por un disparo de bala de goma que le pasó muy cerca. Lo que ocurrió después, ocurrió a oscuras y puertas adentro de la mismísima Casa de Gobierno.
Carlos recuerda haber recibido un fuerte golpe en la cabeza. Tres policías uniformados lo tomaron de los brazos, le arrancaron la bandera que llevaba al cuello y la de la mano y lo arrastraron dentro de la Casa de Gobierno.
Recuerda que estaba todo oscuro dentro del edificio, que lo arrastraron hasta una oficina y lo tiraron en el piso. De una patada, le enseñaron que no debía intentar mirar a la cara a quienes lo retenían. Con otro golpe, aprendió que no debía intentar hablar. Decidió soportar otra patada en la cara para avisar que estaba recién operado de la cabeza, que tenía Parkinson y que se podía morir. “Sí, te vamos a matar por hijo de puta”, le contestaron. Pidió un vaso de agua y la pastilla que estaba en la mochila, pero recibió otro golpe, esta vez en el pecho, como respuesta.
Aturdido por las patadas, Carlos dejó de intentar explicar su condición. Se dejó golpear hasta que otro detenido llegó a la habitación. Lo tiraron al lado suyo, aunque él no pudo verlo: dice que lo sintió porque los golpes se trasladaron a su compañero de encierro. Al poco tiempo llegó el tercer detenido, más tarde el cuarto y, finalmente, el quinto. Carlos siente culpa al recordar el alivio que sentía con la llegada de cada uno, porque los golpes comenzaban a recibirlos los nuevos y él descansaba.
Dos horas en el infierno
A medida que pasaba el tiempo, los músculos se le iban poniendo tensos. Carlos sabía que si no tomaba de manera urgente su medicina, el cuadro se iba a agravar y sus funciones vitales iban a quedar en riesgo. Pero ya no se atrevía a pedir agua y, mucho menos, la mochila. Así, se quedó dos horas inmóvil, repasando mentalmente una a una cada parte de su cuerpo que se iba endureciendo.
La senadora radical Silvia Elías de Pérez llegó en plena balacera a la plaza Independencia y exigió al jefe de Policía, Dante Bustamante, que termine la represión. Más tarde, pidió entrar a la Casa de Gobierno para constatar cómo estaban los detenidos. Mientras tanto, Carlos y los otros eran trasladados a la oficina en la que se encontrarían con ella.
“Estaba totalmente oscuro”, recuerda Elías de Pérez. “Fui trasladada al primer piso, donde exigí ver a los jóvenes, que eran cinco. Estaban muy golpeados y nerviosos, casi no hablaban. Exigí su identidad”, agrega.
A la ella le llamó la atención el estado en que se encontraba Carlos: “estaba enfermo, le costaba mucho caminar, balbuceaba pidiendo agua. Le dimos, tomó una pastilla y nos dio un escrito donde contaba su enfermedad”.
Carlos sabía que la mujer que le consiguió el vaso de agua era una dirigente conocida, pero no tenía muy en claro qué cargo ocupaba. “Yo no soy muy entendido en política, pero la reconocí. Estaba con otras personas que no eran policías. Nos preguntaron si nos habían golpeado y yo les mentí, les dije que no”, cuenta.
Carlos no quiso contar lo que había ocurrido porque desconfiaba de que lo liberen. Creía que cuando Silvia Elías se retire, iban a volver a encerrarlo y a golpearlo con más saña aun.
A salvo en la ciudad
Paradójicamente, Carlos halló en las calles convertidas en un caos más seguridad que dentro mismo de la Casa de Gobierno. Allí, amparado por la multitud, llegó a un bar cercano y se sentó a descansar. Todavía tenía la cara hinchada, el labio partido y sangre en la ropa y la cabeza. Vio por televisión lo que acababa de ocurrir. Se vio a sí mismo antes del arresto. Vio lo que pasó afuera mientras él era golpeado adentro y decidió hacer la denuncia contra el mismísimo Estado.
En la comisaría Primera le tomaron declaración y se negaron a darle una copia de la denuncia. Apenas con una constancia en la mano, Carlos volvió a casa, descansó y a recién dos días después, decidió contarle lo ocurrido a su hermana y su mamá. En la fiscalía a cargo de María de las Mercedes Carrizo, ni siquiera le tomaron declaración, le dijeron que vuelva a casa y que ya lo iban a llamar de nuevo.
Volver a las calles
“Como el que se quema, que ve la vaca y llora, así me siento cuando veo a un policía. Me cruzo de calle”, confiesa Carlos. Sin embargo, volvió.
Al día siguiente, y al siguiente, y así, todas las noches en las que la Plaza Independencia desbordó de gente pidiendo transparencia en las elecciones. No se animó a acercarse a la Casa de Gobierno y eligió quedarse más bien lejos. Dice que tiene miedo, sí tiene miedo, pero más tiene bronca e impotencia. “¿Hasta cuando voy a seguir yendo? Hasta que esto cambie. No nos queda otra”.
Fuente: Periodico Movil