Por Luis Iriarte- Un nuevo aniversario de la muerte de Manuel Belgrano en junio pasado-uno de los próceres más nobles de la argentinidad-es ocasión propicia para renovar nuestra eterna gratitud por el legado de este patriota ejemplar que evidenció, en su vida pública, notable abnegación y claridad de ideas.
Destacamos, en esta oportunidad, su perfil como pensador y estadista, en el campo educativo, económico y social. Su revolucionario y lúcido pensamiento en estos temas apuntó a desnudar la falacia de la “holgazanería de nuestros compatriotas, sin saber que las causas que la motivan están en los mismos que se duelen de ella”, conceptos imperdibles que luego reproducimos.
Porteño de nacimiento, hijo de un italiano-Domingo Belgrano Pérez-y una criolla de Buenos Aires-María Josefa González Casero-estudió en el Colegio de San Carlos fundado por el virrey Vértiz en 1783. Fue enviado por sus padres a estudiar la carrera de leyes en España. Cursó en Salamanca y se graduó de abogado en Valladolid.
Relata Belgrano en su Autobiografía que “estudió idiomas vivos, economía política y derecho público”, sorprendiéndolo la Revolución Francesa (1789) en la Madre Patria. Fue entonces que “las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad” se apoderaron de su pensamiento, “y solo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no disfrutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido”.
Al concluir su carrera en 1793, narra que “las ideas de economía política cundían en España con furor”. Por eso cree, con humildad, que “a esto obedeció que lo colocaran en la Secretaría del Consulado de Buenos Aires, sin haber hecho la más mínima gestión para ello, abriéndose un vasto campo a su imaginación”.
Estudió las doctrinas de los economistas y pensadores más destacados de la época de Italia (Genovesi, Galiani, Filangieri), de Francia (Quesnay, Dupont, Rousseau y Montesquieu), de España (Campomanes, Jovellanos), de Gran Bretaña (Adam Smith) y de los Estados Unidos (George Washington). Tradujo del francés la obra de Francois Quesnay titulada “Máximas generales del gobierno económico de un reino agricultor”, ingresando así al selecto mundo académico madrileño.
Alejado de toda mentalidad dogmática u ortodoxa, formuló sus propias ideas y proyectos, en función de la realidad económica y social de las provincias del Virreinato del Plata. Ellas lucen en sus Memorias anuales como Secretario del Real Consulado y en sus escritos periodísticos en el “Correo de Comercio” de Buenos Aires. En su formación intelectual, supo extraer de diversas doctrinas económicas-mercantilismo, fisiocracia y liberalismo-y de los postulados igualitarios de la Revolución Francesa, los elementos de una propuesta original, adaptada a los requerimientos del país, reconociendo con franqueza, sin embargo, que “aún no lo conocía” (Memoria del 15 de Julio de 1796).
Se impuso, como misión a cumplir desde el Consulado, “fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio”, considerándolas “las tres fuentes universales de la riqueza”. Calificó a la agricultura como “el verdadero destino del hombre” y “manantial de los verdaderos bienes”, porque “toda prosperidad que no esté fundada en ella es precaria”. Había que estudiarla como un arte, para lo cual era indispensable establecer una escuela práctica de agricultura donde se enseñase a los jóvenes labradores, entre otros saberes, “los principios generales de la vegetación y desenvoltura de las siembras”, la indispensable rotación de los cultivos, la fertilización del suelo, los tiempos para la siembra, el modo de hacer y recoger una cosecha, lo atinente a la conservación de los granos, la lucha contra las plagas, el modo de hacer los desmontes”, apuntando a la imprescindible reforestación. Señaló-en este sentido-que en cantones de Alemania “no se puede cortar árbol ninguno por propio que sea sin antes haber probado que se ha puesto otro en su lugar”, y que los habitantes de la campaña solo pueden casarse si presentan una certificación de haber comenzado a cultivar un cierto número de árboles, mientras que en Vizcaya “todo propietario que corte un árbol debe poner tres en su lugar”. Lección que los argentinos aún no aprendimos cabalmente. Propiciaba premiar a los que se destacasen en los exámenes y presentasen memoria sobre asuntos del instituto, otorgándoseles instrumentos para el cultivo, las semillas y los medios para que comprasen un terreno donde establecer su granja “sin causarles extorsión ni incomodidad” en la devolución de estos préstamos. “Mientras no haya monopolios”, aclaraba Belgrano, era imprescindible asegurar a los labradores “una pronta y fácil venta de sus frutos”, extrayéndolos con entera libertad, sin que el gobierno les fije un precio de venta “acaso puesto por un hombre sin inteligencia ni conocimiento en los gastos, cuidados y trabajos a que está sujeto el cultivo”. Solo de ese modo se logrará que “el cultivo se aumente”. Algunos funcionarios nacionales deberían tomar nota de estas sabias enseñanzas belgranianas, formuladas hace más de dos siglos.
El creador de nuestra enseña patria fue, en sus comienzos como Secretario del Consulado español en 1794, un sagaz y sensible observador de la realidad social y económica de Buenos Aires. Resaltó que los que criticaban la “holgazanería” de los criollos, no advertían que ella sería imposible “luego que se proporcionen a nuestros compatriotas medios de que salgan de la miseria en que viven”. Formula lo que denomina “sus verdades” señalando que “el mal ha estado y está en nosotros mismos”, porque “los pudientes no han hecho más que el comercio de Europa”, sin invertir su riqueza en otros ramos. “Además-se preguntaba-cuando se han puesto los establecimientos de carnes, tasajo, sebo, etc, la gente de este país ¿se ha negado a ofrecer sus brazos? Las obras públicas, las casas, etc, ¿quién las hace?”. Si se creaban puestos de trabajo, afirmaba Belgrano, los criollos trabajaban. Enfrentaba, de modo frontal, a los que sistemáticamente desacreditaban a nuestras poblaciones autóctonas, dispuestos a conceder solo a los extranjeros los beneficios y medios que negaban a los criollos.
Nuestro prócer estaba persuadido ya en tiempos de la Revolución de Mayo-artículo publicado en el Correo del Comercio de Buenos Aires con fecha 23 de junio de 1810-que la miseria e infelicidad de los labradores se debía-fundamentalmente-“a la falta de propiedades de los terrenos que ocupan”. Esta falta de propiedad de quien trabaja la tierra, “trae consigo el abandono, trae la aversión a todo trabajo; porque el que no puede llamar suyo lo que posee y que en consecuencia no puede disponer, el que no puede consolarse de que al cerrar los ojos deja un establecimiento fijo a su amada familia”, mira con tedio o indiferencia el lugar ajeno que la indispensable necesidad le hace buscar para vivir”.
De allí su insistencia sobre “la importancia de que todo hombre sea un propietario, para que se valga a sí mismo y a la sociedad”. Las propiedades-insistía Belgrano-no deben caer en pocas manos, debiéndose “evitar que sea infinito el número de no propietarios”. Era tiempo de remediar tanta injusticia social, siendo de necesidad “poner los medios para que (los pobres) puedan entrar al orden de la sociedad, los que ahora casi se avergûenzan de presentarse a sus ciudadanos por su desnudez y miseria, y esto lo hemos de conseguir-afirmaba nuestro patriota-si se les dan propiedades”. Belgrano critica el repartimiento de tierras que dio origen a las propiedades de los terrenos, régimen que subsistía “aunque nunca las hayan cultivado y cuando más se hayan contentado los poseedores con edificar una casa de campo para recreo, plantar un corto monte de árboles frutales, dejando el resto eternamente baldío, con el triste gusto de que se diga que es suya, sin provecho propio ni del estado. Propiciaba, en consecuencia, que “se podría obligar a la venta de terrenos, que no se cultivan, al menos en una mitad”, para repartirlas entre los labradores, “para que salgan del estado infeliz en que yacen”. La patria progresaría cuando “nuestros labradores sean propietarios o casi propietarios”.
Impulsó en su articulo fechado el 1º de septiembre de 1810 “la unión de la agricultura y la industria”, porque “si la una pesa más que la otra, ella viene a destruirse a sí misma”. Concluía en la necesidad de agregar valor a la producción agrícola afirmando: “Los frutos de la tierra sin la industria no tendrán valor”. Contrariando postulados liberales de no ingerencia en la economía- sostuvo que “era forzoso dispensar toda la protección posible a las artes y fábricas que se hallan ya establecidas, auxiliándolas en todo, proporcionándoles cuantos adelantamientos puedan tener, para animarlas y ponerlas en estado más floreciente”, por ser imprescindibles fuentes de trabajo. En tal sentido, rechazaba “la importación de mercaderías que impiden el consumo de las del país o que perjudiquen al progreso de sus manufacturas”, porque de ocurrir ello conduciría “necesariamente a la ruina de la nación”. Belgrano vaticinaba con estos conceptos, el drama del enfrentamiento entre el Interior-proteccionista-y Buenos Aires- librecambista-que generó cruentas guerras civiles.
En sus desvelos por aportar ideas y proyectos para su patria, Belgrano otorgó especial importancia a la educación como modo de combatir la miseria y la ignorancia. Propuso, como Secretario del Consulado de Buenos Aires (Memoria del 15 de julio de 1796), crear una Escuela de Dibujo para que “se perfeccionaran en su oficio el carpintero, cantero, bordador, sastre, herrero, zapateros”. Sería igualmente útil para “el teólogo, a quien le es indispensable algún estudio de geografía, facilitándole el manejo del mapa y del compás, al ministro y abogado el de los planos icnográficos y agrimensores de las casas, terrenos y sembrados que presentan los litigantes en los pleitos, el médico entenderá con más facilidad las partes del cuerpo humano”. Debía impartirse conocimientos tan generales, “que aún las mujeres lo debían tener para el mejor desempeño de sus labores”. Había que traer para ello “directores y maestros de escuela que vengan de la metrópoli”, proponiendo un sistema de premios en medallas o dinero en efectivo, para los escolares más destacados y aplicados.
Para Belgrano la educación era clave como medio de “evitar la ociosidad, origen de todos los males en la sociedad”. Cuando una población se acostumbra a vivir ociosa desde la niñez-alertaba nuestro prócer-“les es muy penoso el trabajo en la edad adulta y/o resultan unos salteadores o unos mendigos”, por lo que “debía auxiliárselos desde la infancia proporcionándoles una regular educación que es el principio de donde resultan ya los bienes y los males de la sociedad”. Propuso, entonces, “adoptar a este fin escuelas gratuitas donde pudiesen los infelices mandar a sus hijos sin tener que pagar cosa alguna por su instrucción”. En ellas, “se les podría dictar buenas máximas e inspirarles amor al trabajo, pues en un pueblo donde no reine éste, decae el comercio y toma su lugar la miseria”. Por ello-continúa Belgrano-“Para hacer felices a los hombres es forzoso ponerlos en la precisión del trabajo con el cual se precave la holgazanería y ociosidad, que es el origen de la disolución de las costumbres”, advertencia que conserva plena vigencia en los tiempos actuales. Luego que los niños aprendieran los rudimentos de las primeras letras, podían luego ser admitidos en la Escuela de Dibujo, alentando con premios a los más destacados aprendices.
De igual modo, propiciaba “escuelas gratuitas para niñas, donde se les enseñara la doctrina cristiana, a leer, escribir, coser, bordar, etc, y principalmente inspirarles el amor al trabajo para separarlas de la ociosidad, tan perjudicial o más en las mujeres que en los hombres”. Inspectores debían velar sobre las operaciones de los maestros y maestras. Estas escuelas “debían promoverse en todas las ciudades, villas y lugares que están sujetas a nuestra jurisdicción”.
Impulsó también “establecimientos de escuelas de hilaza de lana, para desterrar la ociosidad y remediar la indigencia de la juventud de ambos sexos, dando ocupación a las gentes pobres y especialmente a los niños”. Podían extenderse para establecimientos de hilado de algodón o al menos a su desmote y limpieza”, para lo cual sería necesario “se trajesen de Europa todos los tornos necesarios y maestros que enseñen su uso a los niños, y maestras que adoctrinasen a las niñas”, contemplando “utilísimo que haya esta separación en la escuela”.
Tuvo gestos permanentes de heroísmo y desinterés personal. Cuando la Asamblea del Año XIII lo premia por su triunfo en la batalla de Salta (20 de febrero de 1813), condecorándolo con un sable de guarnición de oro y donándole por sus servicios propiedades valuadas en cuarenta mil pesos, Belgrano, en carta fechada en Jujuy el 31 de marzo de 1813 dirigida a la Asamblea, comunica su decisión de destinar ese dinero “para la dotación de cuatro escuelas públicas de primeras letras en que se enseñe a leer y escribir, la aritmética, la doctrina cristiana y los primeros rudimentos de los derechos y obligaciones del hombre en sociedad hacia ésta y el Gobierno que la rige, en cuatro ciudades, a saber: Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero (que carecen de un establecimiento tan esencial e interesante a la Religión y al Estado), bajo el reglamento que pasaré a V.E.y pienso dirigir a los respectivos cabildos con el correspondiente aviso de esta determinación”. Así se comportaba uno de los señeros Padres de la Patria que, en estos días, volvemos a honrar.