Madeleine, la hija que Schoklender no quiere ver

Publicado el: 1 junio, 2015

Madeleine tiene 16 años y habla a borbotones. “Me gusta escuchar música, salir con mis amigas, ver arte, programas de ciencia en la tele, sobre todo de Física… qué se yo, o de Historia. Leo bastante, también. Lo que más me gustó fue El fantasma de la Opera. Me gusta porque es una obra romántica, pero sobre todo porque nos habla del valor de la belleza interior de las personas, más allá del aspecto. El protagonista es un hombre que es atractivo por sus modales y por su intelecto, a pesar de que usa una máscara…”.

Madeleine tiene un vocabulario rico para las chicas de su edad. Vive en San Miguel de Tucumán -en el centro, a dos cuadras de la Casa de Gobierno- y suele usar un barbijo porque tiene los bronquios delicados y es muy vulnerable a cualquier virus que ataque el sistema respiratorio.

No le molesta. Está acostumbrada. En su alegría espontánea y adolescente, sólo la perturba una cuestión. Un tema que no consigue explicarse. Su papá, a quien vio personalmente una sola vez en su vida, jamás le habló. Nunca se comunicó con ella. Ni siquiera aquella única vez en la que estuvieron frente a frente, hace ya 5 años, cuando ella tenía apenas 11.

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Fue en un laboratorio donde su padre llegó para hacerse los estudios de ADN y verificar su paternidad. Entonces le hicieron un hisopado bucal y cotejaron su saliva en otro laboratorio especializado de Buenos Aires. Resultado: compatible en un 99,9%. Confirmadísimo. Su padre era ese hombre de barba recortada y lentes gruesos, con voz de locutor y mirada huidiza, que salía en la televisión subiendo o bajando de combis junto a la señora del pañuelo blanco. Ella lo sabía porque su mamá le había contado todo desde chiquita, pero, bueno, ahora estaba ahí, nerviosa, esperando que llegara él. Su papá, Sergio Schoklender.

“El llegó y ni me habló, y eso que estuvimos frente a frente. Nada más me miró. No me gustó cómo me miró, porque fue con desprecio. No parecía que estaba con mi papá… después aprendí que ser padre biológico no tiene nada que ver con el cariño…”, dice Madeleine.

María Belén Schneer, su mamá, conoció a Schoklender en 1995, cuando él fue a presentar su libro “Infierno y resurrección” a Tucumán. El acababa de salir de la cárcel de Devoto, donde había cumplido su pena tras el asesinato de sus padres, en 1981, y donde se recibió de abogado y psicólogo. La presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, lo consideraba entonces su “hijo adoptivo”.”Una amiga me dijo: vamos a ver a este hombre, que sufrió tanto, pobre… las mujeres somos curiosas, vio?”, recuerda ahora María Belén.

El le escribió entonces una dedicatoria cariñosa en la primera página del libro y ella le escribió una carta a Buenos Aires unos días después. Empezó un intercambio de correspondencia, llamados telefónicos y, luego, viajes de uno y de otro. Y una relación que duró casi dos años. Hasta que ella quedó embarazada.”Ahí él cambió. Sacó una faceta desconocida, empezó con imposiciones y nos distanciamos. Después directamente nos peleamos y ya ni siquiera vino a ver cuando nació la nena. A pesar de que en esos meses me pagó la obra social, después ya no quiso ni conocerla”, asegura ella.

Los meses comenzaron a pasar y María Belén inició un juicio de filiación. Después de 10 años, se contactó con una madre de Plaza de Mayo para poder llegar más fácil a Hebe de Bonafini y tratar de acceder a Schoklender a través de ella. “Le mandé a decir que si no venía a Tucumán a reconocer a su hija yo me iba a encadenar a la Fundación de las Madres, y se contactó enseguida. Ahí organizamos el tema para la prueba biológica del juicio de filiación. El se trajo una perito de Buenos Aires. Después, cuando se confirmó el tema por el ADN, nunca se presentó al Registro Civil, por eso la nena no lleva su apellido”. Habían pasado 11 años.

En 2010, Sergio Schoklender se ofreció a pagar una mensualidad de 2.000 pesos. “Pero habrá durado 5 meses como mucho, porque después estalló el escándalo de la Fundación y empezó a decir que quedó quebrado y sin un peso. Y no pagó más”, dice María Belén. El “escándalo” fue cuando Schoklender fue acusado, junto a su hermano Pablo, de desviar sumas millonarias de la Misión Sueños Compartidos. Luego la Cámara revocó todos los procesamientos, incluído el de los Schoklender, y ahora siguen en la causa como imputados no procesados. Todos sus bienes continúan embargados.

En 2011 se inició entonces otro juicio penal contra Sergio Schoklender. Acaso el más desconocido de su nutrida historia judicial. Esta vez, por “incumplimiento de deberes de asistencia familiar y abandono de persona”. Lo citaron a Tucumán y él contestó que no tenía dinero ni siquiera para viajar. Le retrucaron que si no lo hacía sería llevado por la fuerza pública y entonces Schoklender se presentó y dijo que tenía que vivir de la caridad de sus amigos. Pidió el sobreseimiento y el tema fue a la Cámara Penal de Tucumán, que ahora acaba de expedirse: dejó firme el fallo del juez de primera instancia y Sergio Schoklender irá a juicio oral por el caso de la hija que no quiere ver. Allí podría ser obligado a pagar todos los años que debe por cuotas asistenciales.

Sergio Schoklender tiene otro hijo, a quien adoptó en Bolivia un año después del nacimiento de su hija mayor.

La salud de Madeleine es delicada. Tiene hipotiroidismo y un déficit inmunológico que requiere tratamientos de por vida y una dieta específica. Por eso su mamá asegura navegar “en las turbulentas aguas de la Justicia, para brindarle la vida que se merece”. Pero sus pesares y limitaciones no le impiden a Madeleine ser una chica feliz. “Es maravillosa y muy inteligente”, dice su madre. Madeleine es muy apreciada entre sus amigos y profesores . Tiene consideración hacia los demás y un gran sentido de la solidaridad. Es creyente, muy curiosa y le encantan los temas relacionados a la Ciencia y el Universo: admira a Stephen Hawking, de quien tiene todos sus libros. Y detesta las injusticias, sobre todo la discriminación.

Hizo una lista de personas a las que admira, en este orden: el Papa Francisco, Santa Sara de Kali (la llamada Virgen de los gitanos), Leonardo Da Vinci, Nelson Mandela, Martin Luther King, Stephen Hawking, Ronald Mallett (un profesor de Física que trabajó en un proyecto de una máquina del tiempo), Nikola Tesla (inventor), J.K. Rowling (la autora de Harry Potter), Julian Lennon -no John, sino su hijo- y Paul Mc Cartney. Sofisticada lista para una adolescente: requiere haber leído mucho más que la media de su edad. Su papá, que ayer cumplió 57 años, no aparece en ella.

A Madeleine ya no le interesa tener trato con él. “Ese hombre para mí no es mi padre. Es biológico, pero emocionalmente nada que ver”, dice la chica, como si repitiera una lección de memoria. “Yo ya no estoy interesada en verlo porque él no estuvo interesado antes. Mis amigas saben quién es mi padre, pero no me dicen nada. Una vez me dijeron que lo que les importaba era yo y no quién era mi progenitor…”.Habla así, Madeleine. Y dice progenitor porque conoce exactamente la diferencia con la palabra papá. “Progenitor” excluye todo vestigio de amor. Ella aprendió una palabra que otros chicos ni conocen. Y la usa con naturalidad. Sabe que un progenitor a secas no cuenta cuentos antes de dormirse por las noches, ni acompaña con los brazos listos para atajar la caída en el primer pedaleo en la bici sin rueditas.

Dice, al final, “¿por qué debiera interesarme alguien que no está interesado en mí?”. Pero hace un silencio, enseguida. Quiebra la naturalidad del relato de una adolescente alegre y parlanchina. Un silencio mínimo, casi imperceptible, llega a través del teléfono. Como si hubiera tragado saliva.

Por Héctor Gambini – Clarín.

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